La sagrada comunión

Ashley Tejada Marrero
Periodismo e Información
Escuela de Comunicaciones
Departamento de Programa de Enseñanza, Educación Secundaria-Español
Facultad de Educación

Cuando mi error y tu vileza veo,
contemplo, Silvio, de mi amor errado,
cuán grave es la malicia del pecado,
cuán violenta la fuerza de un deseo.
Del amor, puesto antes en sujeto indigno,
es enmienda blasonar del arrepentimiento
Sor Juana Inés de la Cruz

Como todos los domingos, Juan Antonio González y su madre salieron de la casa temprano en la mañana para ir a la misa del pueblo. Este día el joven de 17 años decidió caminar más despacio para no manchar de sudor su ropa almidonada ni perder el aroma de la colonia recién comprada.

–“Llegaremos tarde, muchacho. Apúrate.” –replicó de pronto su madre. Tras comprobar que, en efecto, faltaban siete minutos para las nueve de la mañana, Juan Antonio malhumorado apresuró el paso, pues todavía les faltaban tres cuadras para llegar a la plaza.

Una vez llegaron, el joven se detuvo en la puerta de la Parroquia con el pretexto de atar el cabete de sus zapatos, que todavía conservaban el brillo del betún que les puso al amanecer. Su madre, doña Lucía viuda de González, se adelantó colocándose un velo sobre la cabeza y se sentó en el primer banco, junto a las beatas del pueblo. Mientras, el muchacho aguardaba nervioso en la entrada y la vio llegar. Un aire de arrogancia combinado con el aroma a jazmín se impregnó en el alma de Juan Antonio. –“Es hoy o nunca”– dijo para sí mismo el adolescente, que llevaba más de un año soñando con este momento.

Tímidamente le entregó el cancionero de la misa a aquella imponente mujer y le ofreció una fugaz sonrisa que fue correspondida con una feroz mirada. En ese instante se arrepintió de lo que acababa de hacer, tomó el sombrero en sus manos y se retiró cabizbajo, aunque todavía conservaba una pizca de ilusión en su corazón.

En el interior del cancionero había un diminuto papel que decía –“te veo en el baño durante el ofertorio”– no tenía firma ni dedicatoria, en caso de que alguien lo encontrara. El joven se sentó en el banco que estaba detrás de su madre y ansiosamente esperó a que terminara el sermón del cura. Por primera vez, desde que tenía memoria, no bostezó durante la homilía.

De pronto una mujer se levantó de su asiento con el pretexto de una tos incontrolable y salió del templo en dirección hacia el baño. El corazón de Juan Antonio dio un vuelco y un extraño calambre recorrió todo su cuerpo. Dos minutos más tarde –que le parecieron una eternidad– el mozo respiró hondo, se levantó y se dirigió a la parte posterior del viejo edificio de tapiques de ladrillos y mampostería de cal.

La puerta estaba entre abierta y emanaba de su interior una dulce fragancia a jazmín en la que se aprecia un diminuto cuarto de baño. Una mano cubierta por un guante de seda blanco se extendió hasta él, quien con timidez la tomó y se apresuró hacia la obscuridad.

La ávida mujer tomó las manos del muchacho inexperto, las colocó sobre sus caderas –más abajo de lo socialmente aceptado– y sostuvo la cara de él entre sus delicadas manos. Vorazmente colocó sus labios sobre los del chico, adentró la juguetona lengua en su boca y una explosión de sensaciones desconocidas recorrió el cuerpo del adolescente en ese instante. No tuvo tiempo de reaccionar, ni sabía cómo hacerlo. Luego de un año finalmente había cumplido su fantasía y solo quedó anonadado, extasiado.

Treinta segundos más tarde abrió la puerta y salió del baño. Ocultó el olor a jazmín untándose su colonia nuevamente. [Sugiero: Ocultó el olor a jazmín pasándose su pañuelo impregnado en colonia. Mi ingenuidad cuestiona cómo el chico llevaba una botella de colonia consigo. No importa la época, los varones acostumbran llevar un pañuelo o toalla impregnada de su perfume o colonia. La botella se carga en un bulto, mochila o en el carro y la misma no se lleva a la iglesia. Coméntaselo a Magali a ver qué le parece.] Luego, se limpió los residuos del labial de ella con el [mismo] pañuelo y lo desechó para que su madre no lo viera. Ya inventaría una excusa cuando le preguntara por él. Regresó al templo y le pareció que el altar estaba flotando entre nubes blancas. Sonrió al mirar la vieja cruz de madera y bajó su cabeza en acto de reverencia.

Unos cuantos minutos más tarde entró a la iglesia una mujer vestida de azul. Caminó colocándose una delicada mantilla tejida en color blanco sobre la cabeza, la que le hacía juego con los guantes de seda color blanco. Sacó un rosario de su cartera y se sentó en el primer banco del santuario, como cada domingo hacía, ocupando el puesto de las señoras beatas del pueblo. Justo a tiempo para recibir la comunión.

Posted on February 7, 2016 .