Purificación vía fuego

José Gabriel Figueroa Carle
“GABY CARLE”
Programa de Estudios Interdisciplinarios, Escritura Creativa
Facultad de Humanidades

Yo soy pendejo. Y aportaré a que la isla entera se llene de gente tan pendeja como yo. A los profesionales de edad que estiran los ojos hacia el carro adyacente en cada luz roja. A las loquitas recién salidas del clóset que todavía no saben cómo protegerse. A Angélica. Soy pendejo porque trabajo para una institución sin fines de lucro que ofrece pruebas rápidas de VIH a un país que insiste en no hacerse prueba alguna—sea ésta de quince minutos, o de tres días. No. Encontrar una cura no me interesa. ¿Por qué? Porque enfermedades así, como el cáncer, como la influenza, sirven para deshacerse de la sobrepoblación que quiere hacer del planeta una pelota de carbón gastada y blanca. (No me interesa la cura porque ya soy positivo a los veinte años y sé que si no encuentro el amor—la única cura que necesito, la única razón por la cual querer seguir viviendo—pues como quiera voy a morir a los veintisiete con una sonrisa de derrota.) De noche trabajo en un bathhouse por la veintidós, miércoles a domingo, cerca de donde vivo en la Eduardo Conde. Me pego los audífonos y escucho Madonna (la de Like a Prayer, no la de MDNA) en lo que bajo las colinitas, toco el timbre, paso por la lucecita azul, subo las escaleras oscurecidas, me desvisto y trabajo ocho horas corridas en una tanga que tengo en shocking pink y en chartreuse green y en cherries jubilée. (Por suerte salí culón y, aunque tenga complejos desde noveno, los más pingones gustan de ello. Quién sabe. Los medicamentos me hacen rebajar como vela ante un santo.) Después disfruto explorar el laberinto santurcino de madrugada y no siento miedo porque la violencia es como la seroconversión: puedes evitarlo todo lo que quieras, pero va a pasar, y uno siendo la víctima trata de darse un poco de control sobre cómo y cuándo ocurre el incidente. Las cosas más hermosas y brutales en esta vida son así. Inesperadas. Terribles. Catárticas.

Siempre he sido ese nene raro. Le doy importancia a cosas que no importan. También a la inversa. Me importa que siempre haya aunque sea un litro de leche fresca en la nevera. No me importa memorizar (ni saber, no es necesario) el nombre de los hombres con quienes me acuesto. Me importa siempre tener la misma silla en la primera fila de mi clase de Arte en Puerto Rico (porque el profesor tiene ochentaitantos años y me pierdo en su voz minúscula y por el arrebato me imagino que nos describe como un cuadro surrealista). No me importa el aire acondicionado. Me importa el arroz blanco. No me importa el significado de la vida. Me importa la masturbación. No me importan los nenes chiquitos. Me importa la liberación de Puerto Rico. No me importa el amor. Pero sí me importa, y a la misma vez, me la pela. Es que el amor llega, no se busca. Se encuentra. Se amarra al cuerpo como un meteorito de medianoche. El amor no se busca así, porque no se consigue. Si lo buscara como busco bicho, dejaría pedazos de mi corazón en cada urinal de la Lázaro, en cada uvita del Capitolio y Boquerón. Aunque, efectivamente, a veces me siento hecho mil pedazos—memorias de mí plasmadas en paredes con pervertidos pidiendo pijas y pisadas—memorias escritas con leche que limpio del piso del baño y veo desaparecer en el espiral del inodoro—memorias en el patio de la casa de mi abuela, en las escaleras de la Concha, en las rocas de Mar Chiquita, en la playa de Condado. Sí, soy bañista. ¿Y qué? Me encanta la sensación de mis testículos contraer cuando algún (des)conocido trata de ver entre la puerta y la pared de mi celda y nota mi erección en la mano izquierda. Entonces va al cubículo vecino y se la empieza a jalar. (Seré eternamente agradecido a ese Adán que se le ocurrió hacer un hoyo justo donde está la cabeza de uno cuando se anida, justo al nivel que permite verlo jugar con su prepucio.) Me baja la saliva pensar en esas cosas. También me da asco.

No me importa la prevención porque me he infectado desde el inicio. Desde el primer lechazo, a los diecisiete. (Bueno, eso pienso… No sé quién me infecta, en realidad, pero él se cura en el acto. Se queda con la porción más pura de mi ser, con una virginidad que trasciende el acto sexual.) Por eso soy pendejo, porque me dejo. Y me gusta la sensación. Supongo que el responsable es un soldado de Aguadilla que baja a San Juan y le digo que estoy solo en casa. Lo ajoro porque la lluvia que cae me tiene los huesos helados, y él se arropa a mí como un sol de verano, y me parte el culo por dos horas en lo que grito y escucho mi ronquera retumbar en la casa vacía. Me llena de su sudor y su leche. Me entra un fuego a las entrañas que todavía siento—estática residuo de un big bang antiguo—cenizas calientes que perduran rojísimas a pesar de las generaciones—un material radioactivo que uso para enfermarme a mí y a los que me rodean. Luego me lo clavo y me vengo adentro, como un cabrón. El próximo día, cuando logro chichar por segunda vez (porque cuando me entra un antojo, no hay manera de sacudirlo), se lo meto a un atleta becado de Río Piedras con piel quemada y nalgas de quilates. No me gusta la sensación del condón, así que lo arranco y me lo sigo clavando. También me vengo adentro. Nunca se queja. Bien pocas veces se quejan. Me da libertad, a veces. También me hace pendejo.

Yo soy coleccionista de almas. Tengo acceso directo a números de seguro social y de tarjetas de crédito. (No soy capaz, aunque las cosas estén malas. Pero tienta. Quién sabe.) Hago las preguntas de siempre y recibo las contestaciones de siempre. Sí, se han hecho la prueba antes. Sí, son usuarios de drogas—yerba, coca, rola, molly, tina, de todo un poco, la ensalada de cada día. Sí, están a riesgo, por eso están ahí con terror en los ojos. Sí, tienen miedo, se le nota esa peste prehistórica, y con la mirada les digo que los entiendo, que ya sé su resultado desde el inicio, que me alegro por ello. Así aprendes, pendejo. Así se hace. Así se manifiesta el instinto más animal. Así, con un polvo (uno solo, o cientos, o miles) se arroja la vida al vacío. Porque así es la vida: es una muerte constante. El sexo no es vida, sino muerte: es la muerte más pequeña, la petit mort (¿se nota que estoy tomando francés por primera vez?). Muero múltiples veces al día. Me asesinan, de forma atroz, a balazos y cuchillazos, múltiples veces al día. A veces me mato con ternura, con rabia, con prisa. A veces quiero matar, hacer al otro sufrir a sangre fría, empezar el deterioro del cuerpo para que en diez años se pudra y se desdoble como un feto disecado en el vientre—y así se rompe un ciclo. No es que sea bellaco: es que soy suicida. A veces lloro porque pienso en el pasado y en cosas peligrosas y me siento bajo la ducha cuando la temperatura llega al máximo y mi piel se hincha del rojo atardecer.

La universidad me entristece también. Mucho edificio olvidado (muchos más de los que uno esperaría), mucho tiempo libre para sentarse a fumar en Humanidades y picharle a las tareas de francés. Mucho (des)conocido que quisiera saludar pero que no me mira a los ojos. (Espero mucho tiempo y me quedo sin matrícula. Soy pendejo porque lo dejo para última hora y no sé hacer nada bajo mi área de expertise con secretarias). Digo que soy estudioso de nuestras letras, que quiero ser profesor de literatura gay puertorriqueña y de literatura diaspórica neorriqueña, pero luego me acuerdo que voy a morir a los veintisiete por un maleante drogadicto en un asalto, y me voy en otro viaje y me pongo bellaco y me dan ganas de caminar hasta la Lázaro para sentarme en mi cubículo de preferencia y esperar el próximo cliente. (Últimamente sólo vienen los mismos pendejos de siempre—un secretario de Educación, un bartender de la Avenida, un trabajador social desempleado—y piensan que uno no puede recordar la venida correspondiente a cada bicho.) Eventualmente me canso y me pongo a escuchar a Cultura Profética (pero de Diario, jamás de La dulzura) y me la jalo unas veces antes de ir al trabajo. Entonces, se me baja el estrés porque ahí sé lo que tengo que hacer. Saludo a los clientes regulares y con una guiñada recibo sus IDs y les entrego una llave (para un casillero o para un cuarto). Llevo las toallas sucias a la lavadora y me las restriego en la cara para absorber su hedor a hombre mojado. Ignoro la directriz de usar guantes plásticos y recojo condones usados por el piso (y esto lo logro sin que me noten porque siempre ignoran a uno—no porque me vea mal, sino porque no hay ni piscina ni gimnasio ni superficie desinfectada en donde sentarse, así que si no están chichando, están frustrados viendo a los demás chichar y se resignan a dar vueltas por el espacio). Los mejores días son los sábados—cuando los carros se alinean por la Fernández Juncos y el bathhouse se llena a capacidad—cuando los hombres parecen cometas rebotando en las paredes de aluminio corrugado—cuando se escuchan las puertas de los cuartos abrir y cerrar sin cesar—cuando las duchas con sus luces de neón no logran ahogar los gemidos y los gruñidos—y me desaparezco entre la muchedumbre. Que conste, mis días favoritos son los jueves, cuando los menores de veintiuno entran gratis, y las loquitas de Sagrado siempre se dejan coger cuando les pongo Lady Gaga (la de Born This Way, aunque no me guste tanto ese álbum) y apago las luces.

A veces pienso que el amor me va a encontrar ahí, pero más veces un buen polvo se confunde con amor de un instante. Porque a pesar de mi supuesta sabiduría, todavía no he sentido el calor innato de una relación amorosa (ni por parte de mi madre que se encerró por años en su cuarto a leer novelitas de amor) (ni por parte de mi padre que siguió pariendo y criando hijos por la costa sur). Pronto llegaré a la conclusión de que el amor no existe—¿acaso existe?—¿acaso lo he sentido, verdaderamente, fuera de un destello hormonal?—no, nunca… jamás, yo creo—ya pienso que no existe—el amor es la ilusión perfecta porque priva al hombre de la mayoría de sus facultades sensoriales, porque bifurca los senderos de la lógica y la sinestesia. Pienso que ya hemos evolucionado más allá de ese rollo en la mente, que ya no somos capaces como especie de entregarnos al otro como la Luna y el Sol se entregan a la belleza de un eclipse. Me niego a aclimatarme a la idea de tener una (sola) pareja; me niego a reflejar en mi irrealidad los mecanismos opresores de una sociedad heteronormativa fundamentada en siglos de machismos (y de mariconerías inherentes). No quiero encontrar el amor entre los viejos ligones que se creen los más cheches caminando a oscuras, ni entre los osos panzones que no consiguen actividad sexual más allá del leve rozar de mano sobre toalla, ni entre los padres de familia que se olvidan quitarse el anillo matrimonial. Pienso ya que mi felicidad se halla en otras islas. Si me voy a enamorar por completo, no será de un puertorriqueño. Jamás. Esta raza es incapaz de superarse a sí misma como para fundirse en la gravedad de un amor verdadero. Prefiero morir a los veintisiete por un tecato enloquecido que me empuje desde la De Diego hasta los carros en la Baldorioty.

Por eso me iré a New York… pronto. No sé cómo, pero lo lograré. Ya se me hace tarde. Quiero vivirme lo de go-go dancer en una discoteca gay. En la Escuelita. En el Greenhouse. En Splash. En el Boiler Room. (Últimamente he estado hueliendo mucho, y me está saliendo el cuerpo de periquero. El que quise desde noveno.) Vivo cerca de la quince (he ahí una alternativa) y me veo de la más mala en tacas—pero siempre está la cuestión de territorio, y aunque vaya a morir a los veintisiete en el tiroteo de cada jueves por el Vidy’s, prefiero alargar el proceso lo más que pueda. No quiero desaparecer como una estrella fundida cediendo a la oscuridad: quiero ser una llamarada celestial, un gigante rojo detonando en un destello macrocósmico y llevar a los que quiera en mi estela. Aportar al proceso de la extinción de la especie. Aportar a las estadísticas, a los proyectos con fondos federales, al aislamiento. Así es que me gusta: como cucarachitas revolcándose en su propia mierda, como los monstruos-síntomas de una galaxia enlechada. Somos islas, en fin, aunque estrellemos unos con los otros. Y ya me cansa esta isla putrefacta, me aborrece mi vista de la playa de Ocean Park y de los tapones de la Baldorioty, me hostiga aquella lámpara de luz turquesa y escarlata que las loquitas de Sagrado ignoran, me jarta el trabajo y el ocio malgastado. A veces pienso que los gringos viven mejor que nosotros, pero no saben apreciar el sabor que deja la negrura en la boca. No saben qué rico es el pelo rizo, los ojos achinados, el bicho pesado. En New York hay mucho negro, mucho dominicano también. Tengo un antojo de plátano. Tal vez hoy haga tostones.

Pardon , es que ya éste es mi cuarto fili hoy y me voy bien lejos. (Últimamente he estado capeando yerba buena y me pongo goloso.) Porque voy a morir a los veintisiete por una pulmonía que decidiré ignorar, necesito mi medicina desde ahora, mi cura natural. Es botánica. Tampoco puedo pretender vivir en un anuncio de cerveza. No soy así. No estoy chilling en todo momento. Claro está, a mí me criaron bien (aunque haya salido tan mal), y si esta mañana me preguntan cómo estoy, les digo que sí, que estoy de lo más bien. Súper. Très bien. (¿Se nota que tengo una profesora martiniquesa, otra boricua y una lectrice parisina?) No les digo que no puedo desayunar esta mañana, que las náuseas y las diarreas me tienen los intestinos inmolados. No les digo que creo haber visto un sarcoma nuevo brotar en mi espina dorsal. No les digo que tengo que ir hoy mismo a la clínica porque si no, estaré un día sin mi pastilla—que si me retraso un solo día, dañaré meses de consistencia—que si me paso por más de una hora, se me descompone el cuerpo—que si espero un minuto más, me cagaré ahí mismo de la ansiedad y me tendrán que mandar al hospital porque moriré del bochorno. Pero hoy tengo asteroides revolcándose en mis tripas... tengo mucho frío y no quiero coger el tren. Maldita pastilla. Me tritura el estómago por dentro. Por ella padezco de pesadillas. Son unos sueños escalofriantes, sueños que me hacen orinar la cama como a los siete años. (Si aprendo a romper las pesadillas, así aprendo a romper los ciclos.) A veces sueño que hormigas rojas me comen los genitales con pinzas de acero fundido. A veces sueño que muero a los veintisiete descuartizado en un crimen de odio, arrojado al Río Grande de Loíza, sin que el amor me haya encontrado, ni yo a él (o a ella, quién sabe). A veces me pasa el día entero por delante—clases, tapón, hambre, sexo, café, agua, yerba—y cuando parpadeo, me doy cuenta que estoy sentado en la cama todavía, pensando que estoy vivo cuando no lo estoy, envejeciendo veinticuatro horas en veinticuatro segundos. Algunas noches no duermo. Algunas mañanas ni me quiero levantar.

La otra noche salgo del trabajo (se llena muchísimo, salen con leche y sonrisas en la boca) y camino por Santurce para sentirme solo, como la mayoría de las noches. Hago un circuito desde la Del Parque hasta la punta de Miramar y me detengo en donde empieza la Olimpo para absorber los primeros rayos de sol. Me pego los audífonos y escucho a Amy Winehouse (pero la de Frank, no la de Back to Black) porque me identifico mucho con su diario en verso. La mañana se vuelve turbia y las sombras se irguen por el sol que se acerca. San Juan parece tierra de nadie, veo piezas de mí en cada superficie. Soy el tecato gringo con barba dorada que duerme en la entrada de los bancos y que sueña con su vida pasada de banquero. Soy la fábrica de textiles que hoy día es nada más que unas paredes agrietadas protegiendo una pila de rocas desintegradas. Soy la vestida andando coja por la Condado porque no consigue clientes, porque le brotan chancros en los labios y se le riega el maquillaje violeta. (Se lo quiero mamar a alguien, pero los corredores están por la Ashford y no tengo las fuerzas para convencer a nadie.) Ahora pienso que sueño porque los grafitis se despegan de las paredes—que jirafas oxidadas con los cuellos torcidos atropellan los conductores ebrios—que lagartos de obsidiana con ojos de granate arrastran sus lenguas para saborear el polvo de las calles—que soy nada más que un encapuchado con cabeza de buitre vestido de negro, encogiéndose de la lluvia entre los edificios asbestados. Luego abro los ojos y me encuentro en mi cuarto con una brocha y un cubo de pintura blanca, manchado por completo, y me pregunto si he sido yo el que dibuja esas cruces blancas por las calles (o si soy el que nunca logra ver aquel maricón miserable que insiste en dañar los murales).

He llegado a la conclusión de que no existo. Soy. Y no soy. Pero no sé qué soy, si soy algo... Soy pendejo porque no me he despertado todavía, porque no tengo la valentía de abrir los ojos y encontrarme a los siete años en kindergarten todavía con la mano metida en el pantalón de Alexander, y que todos estos años son una visión del más allá como sólo los niños saben prever. Soy un niño todavía, lo sé. Todavía no sé hablar. Todavía no sé caminar. No sé cómo consigo este trabajo nocturno (será porque el dueño siempre me ha dicho que se lo mamo bien rico). He establecido una repetición incómoda con mis oficios, son básicamente lo mismo: reparto condones, propago la prevención… pero no me pregunten cuántos condones he repartido en el bathhouse… Llevo trabajando ahí un poco más de seis meses (y hay noches en que veo más de cien hombres entrar y salir en un solo turno), pero he rellenado el cubo de condones pocas veces. Muy pocas. (Para colmo, son gratis.) A veces me da miedo… pero el miedo no existe: es la ilusión perfecta porque separa al hombre de su esfera local, de lo que ha aprendido. La gente no aprende. La gente no quiere aprender. Yo no he aprendido todavía, pero pues. Me da menos miedo caminar hasta mi apartamento a las seis de la mañana, delirante. Subiendo por la Sagrado Corazón sé qué esperar. Siempre me siento más solo que nunca, que mi sombra me abandona y se alía a la penumbra que transito. Parece que nadie vive en esas casas, y que son los fantasmas los que prenden las lámparas de noche. Cero viento, toujours. Me asfixio de la soledad. Subiría por la Bouret pero un negro con sus dos putas se ponen a hablar hasta las tantas y cuando paso se burlan de mí y les grito “Ay, qué rico” para que no sepan que soy un pendejo, pero se ríen con fuego en el aliento y me dicen: “No te pongas… no te pongas.”

Trabajo dando pruebas por dos años hasta que un día decido hacérmela a mí mismo, cuando me toca cerrar la oficina de la Ponce de León. Apago las luces y me pincho tres veces para estar seguro. Salen todas las líneas en todas las pruebas. No tengo el apoyo de nadie—ni lo necesito, porque boto el suspiro de alivio más grande. Lloro, pero de la felicidad. No tendré que ansiar el resto de mi vida atrasando lo inevitable. Tomo a diario una Atripla de trescientos milígramos y mis problemas están resueltos. Así rompo un ciclo…. pero entro a otro. Ahora sólo chicho de noche—para que nadie (me) diga nada—para que me escuchen abrir el empaque del condón y no me vean “ponérmelo”—para escucharlos gemir cuando mi bicho entre más sigiloso que nunca y se les calienten los sesos del placer. Es biología. Si ellos me lo ponen, pues chilling, lo sigo, aunque se me baje más fácil. Pero ya casi no ocurre; eso es perder el tiempo. Pocos se imaginan cuán pocas veces me preguntan sobre mi status. Tampoco imaginan lo fácil que es decir que uno es negativo. Très facile. Sí, me hice la prueba el pasado veintisiete de junio, el (supuesto) día nacional de hacerse la prueba, y llegué cuando estaban cerrando, pero el negro gordito me atendió y en quince minutos, me dijo que salí negativo. (Se lo digo a los ojos, con poco rodeo, con una sonrisa traviesa, y se lo creen.) ¿Así de fácil? Por supuesto. Ya he dado ese speech tres veces esta semana. La entrante la cambio, para variar.

Eso me pone a pensar en algo que siempre he dicho: amo mi isla, pero odio la gente. Aquí nadie vale nada. Ya nada vale nada. (Cómo cambian las cosas.) Hay algunos cambios que son irreversibles y le entran unos temblores a uno como vientos extraños. Como la muerte. Como un virus. Como el sexo. Por mucho tiempo mi mundo ha seguido cayendo como un trompo por el espacio y Puerto Rico ha perdido el ardor tropical de sus compañías de turismo. La mala es que soy friolento y me dan escalofríos a menudo (aunque siempre logro amanecer sudado). Por eso regreso a los baños—para bajar mi temperatura al cero absoluto y arrodillarme por entre los cubículos y que una mano sin rostro me ofrezca su calor—para que me agiten el bicho como leña a candela viva, como explosión estirándose en el abismo de un hoyo negro—para sentir la sangre rebotar en la supernova del orgasmo y recalentar el cuerpo, como un lagarto panza-arriba en una roca a mediodía. De hecho, eso me acuerda. Hace poco logro reconectar con un enfermero de Centro Médico (residente de Arecibo) con quien establezco contacto efímero cuando me quedo en un paradero por Aguadilla. Una de mis varias excursiones al mes. De nuevo en Río Piedras, me escribe por Grinder que está en el Recinto, y doy la vuelta aunque ya he salido a la Piñero. Vamos al cuarto piso de Administración, en un baño con varios cubículos escondidos. Mientras mama, le meto el dedo y se vira para ponerme el condón (amén que tiene uno tamaño XL). (No le digo nada porque no pregunta nada.) Se viene y me da el calor poco familiar de una sonrisa. Por alguna razón, cuando nos lavamos las manos, me da uno de mis impulsos raros y lo abrazo. (No le digo nada porque no veo rechazo en su mirada.) Memorizo el olor de su polo rosa, la suavidad de su torso algo desinflado, la sensación de verlo observar mis manos deslizar sobre sus antebrazos, el abrazo del cual no nos queremos soltar. (No le digo nada porque no quiero romper el cristal.) Quedamos muertos por casi quince minutos, acostumbrándonos a la falta de gravedad.

—¿Esto se siente raro?

—Súper raro.

—Ah, okay... ¿Quieres que pare?

—No, no… No dije eso. Es que es raro que esto se dé… pero me gusta.

—Es química.

Se nota que fue hermoso cuando más joven. Se llama Omar. Qué nombre. Ahora puedo decir que me he enamorado de un tal Omar en un baño de la iupi. C'est magnifique… Pero revive una parte muerta de mí. Quiero verme en el espejo de sus ojos cuando lo preñe con aquel fuego de mis entrañas. (También a la inversa.) Quiero sentirme encima de él arropándolo, sin la barrera del condón que separe mi amor del suyo, sentir que con un polvo cierro el ciclo y así purificarme nuevamente. No quiero seguir siendo un cazabicho hecho vampiro… Pero como todo en esta vida (como todo en esta isla, específicamente), se me hace imposible. Ahora ignoro sus mensajes de textos. Ahora pienso que él no existe, que es otro grafiti proyectándose en mi ciudad. (Tengo sueños como él a cada rato.) Por eso soy pendejo—porque fluyo, porque me dejo llevar, porque caigo… Pues. C’est la vie. (¿Se nota que me he colgado dans mon premier examen de français?)

No es posible que se viva saliendo negativo (o positivo) en una prueba mañanera para salir esa noche al bathhouse. Es un ir y venir que marea; veo las mismas caras repetidas en espacios contrastantes, y entonces pienso que todavía es la pastillita chillando goma. (Últimamente he estado fumando mucha tina. Me puedo concentrar con facilidad, no duermo por tres días y entro al plano de mi subconsciente. Veo mucho monstruo, mucha llama. Cuando me vengo, salen gotitas de aurora.) No me piden condones, pero sí me piden toallas limpias. (Me piden mucho lubricante, eso sí, aunque cueste dos pesos. Parece que la fricción les importa más que la preservación.) La gente quiere morir, ésa es la cosa. Soy pendejo por querer ayudar a quienes no piden ayuda. La protección no es suficiente. La motivación no es suficiente. Hay algo en el puertorriqueño que lo hace excavar su propia tumba. Luego se sienta en ella… espera la temporada de huracanes y espera a que el agua lo limpie, lo sumerja, lo ahogue. Luego se estanca. Éste es mi agujero personal. Bienvenidos. (Acuérdense que no pueden caminar con ropa, sólo con una toalla en la cintura, o nada. Lingerie optionnelle.)

Es necesario creer que el universo restablece su equilibrio. Es física. Todo regresa a su punto de partida, y el día en que le toca a uno morirse, amanece el mismo sol con el que se nace. He llegado a la conclusión de que la vida es un tedio, un sueño descarrilado sin rumbo y sin conclusión y que sólo cuando cierro los ojos, yo de verdad soy, y así, al morir, me despierto. Porque ya este mundo no me tiene sentido, se me escapa de toda lógica las cosas que pasan—los puros muriéndose en las cunetas desangrados y desalmados—los más sucios quedándose con la médula de las estrellas—los que vacilan en el medio cediendo a la entropía… Absurdo. Creo ya que moriré a los veintisiete echando un polvo, que mi pulso por fin cederá a la muerte mayor y que me iré con la boca abierta. Creo que en ese instante, remoriré mis muertes pasadas en un flujo de conciencia macabro—quemando en la hoguera vomitando demonios por la boca—en un bosque sin nombre y sin tiempo viendo una gran bola de fuego descender—empujado por la tribu a la boca de un volcán en erupción—y así romperé otro ciclo. (Últimamente me han estado llegando mensajes del más allá. Me dicen que estoy haciendo el trabajo adecuado, que estoy hecho un tren y que voy bien aunque ya yo no pase por la vía. Menos mal.)

Mientras tanto, me preparo para una noche más de trabajo. Me tomo mis pastillas (ni pongo atención en cuáles: ya se me hace tarde) y entro a un mundo crepuscular. Hoy es el último sábado del mes y el dueño me deja dar el show. Me rapo la cabeza para la ocasión. No me quiero parecer a nadie, sino a algo diferente, a otra cosa. Soy otra especie… y a la misma vez, no lo soy. (Y los demás lo saben—me lo dicen con sus miradas—soy su espejo—la mayoría quiere estar en mi lugar.) Llega la otra estrella, un examante mío, fotógrafo negro con una pinga kilométrica y nos desnudamos (salvo por mi jock-strap rojo chino) en el escenario improvisado por los casilleros. Comienzo por besarlo con mucha lengua y los clientes pululan en su oscuridad para ver mejor. (Parecen monstruitos nocturnos ahí, con esos ojos grandes, con aquel brillo rojo en los párpados, mirándonos.) Abre un paquete de condón, pero le suspiro al oído que no es necesario, que estoy limpio, y con una sonrisa me acorrala contra él. Empiezo a separarme de mi cuerpo cuando sus uñas aprietan mis caderas. (Escucho suspiros y desesperación alrededor mío.) Me convierto en el vapor de agua que empaña las pantallas de televisión pornográfica. (Vienen más bichos, más cuerpos sin rostro.) Me convierto en un virus viajando de boca en boca. (Grito algo parecido a lo que leí una vez en un baño de Humanidades: “¡No lo saques, déjalo adentro! ¡Lléname el culo de leche!”) Me convierto en un lechazo derretido y calientito en la ducha. (Siento una vibración y un calentón en mi recto.) Me convierto en uno más del cuarto oscuro hediendo en el calor descomunal. (Me trepo en el burro y me cogen entre varios sin piedad y, sin tener que virar la mirada, me echan su leche en el tatuaje de riesgo biológico que tengo en donde empiezan mis nalgas.) Me convierto en algo que existe, en algo que no existe, en algo que muere a los veintisiete porque siempre fue, hasta la raíz, un pendejo. Así salí… y estoy conforme, porque he descubierto un método para trascender los límites de la piel. Soy pendejo porque no hay nada más fácil. Soy pendejo porque soy un Aries y me gusta jugar con el fuego.

Posted on February 7, 2016 .