Jorge Antonio Sánchez Rivera
Departamento de Programas y Enseñanza (Español)
Facultad de Educación
Ésta será mi venganza:
Que un día llegue a tus manos el libro de un poeta famoso
y leas estas líneas que el autor escribió para ti
y tú no lo sepas.
Ernesto Cardenal, Epigramas
Para despistar a los curiosos, estacioné el auto tres bloques más abajo del condominio. Tal como me había dicho, se apareció en la escena para que todos lo siguieran y yo pudiese entrar sin interrupciones. Solo pude verlo de reojo porque tenía que mantenerme enfocada en el plan. Entré por la puerta principal del edificio y tomé el elevador hasta el piso doce. Dentro de mi antiguo departamento, el 1206, todo estaba cubierto por sábanas. Saqué la cuerda del maletín, hice el nudo ballestrinque en la férrea baranda del balcón y me lancé al sexto piso. Requería tal ejecución la misión, lo uno porque ya tenían completamente vigilado el ala C, donde estaba el 606, lo otro porque sería demasiado sospechoso que una persona ajena al FBI subiera al piso sabiendo que esperaban al monstruo. Afortunadamente, aún conservaba mi antigua estancia por si algún día quería regresar a vivir en Boston, qué sabía yo que terminaría usándola para arriesgar mi vida intentando salvar la de él…
Llevaba una vida bastante ajetreada en París, como cualquier productora ejecutiva del ámbito teatral. Hacía lo que amaba y amaba como lo hacía, no era necesario descansar entonces. Mis únicas distracciones eran las reuniones breves que consistían en tomar vino, tapear y conversar con los miembros de los elencos con los que trabajaba o había trabajado; aparte de ellos, mi escritorio y el escenario eran mi cotidianidad. Una noche exhausta hallé en mi apartado una carta de mi viejo amigo Diego Alicea, el vanagloriado escritor. En la epístola decía que estaba a punto de publicar su último escrito, una novela fantástica que había estado trabajando por años. Lacónico como siempre, se limitó a señalar el deseo de verme y la fecha de la presentación; quería que fuera quien presentase la obra. No me podía negar, primero por la gran amistad que nos unía y, segundo, porque le debía a él mis proyectos. No lo veía desde la última vez que estuvo en Francia para la presentación de su libro de cuentos basados en la vida de la Marquesa, como llamaba a ese amor pasado. Para aquel entonces no tenía mucho conocimiento de la lengua franca y me pidió que le sirviera de traductora durante el viaje. Su colección fue traducida a varios idiomas después del galardón que había ganado, mas solo iría a la Ciudad de la Luz a presentarla, decía que debía ser allí pues era el único lugar que le recordaba a esa mujer. Aunque yo sabía que también lo hacía por su pretensión, la gente lo tildaba de intolerable, a pesar de que gustaba lo que escribía. En fin, viajé junto a él e hice mi trabajo. Además de pagarme lo estipulado, también me consiguió un ostentoso contrato con la compañía de teatro con la que actualmente trabajo. Así que, gracias a Alicea mi vida tomó un giro distinto y él, posteriormente, regresó a Cambridge. Luego supe que se retiró de la Academia diciendo que tenía compromisos más importantes e impostergables. Eso hacía un lustro, y ahora volvía a saber de él.
Pedí una semana a la compañía y expliqué la razón, al mencionar a Diego no dudaron en excusarme y me pidieron que hiciera lo imposible por traerlo a trabajar junto a nosotros. Alicea me había aclarado que sería una presentación privada no solo por el tiempo que llevaba fuera del lente público, sino también porque ya no era su interés mantener la fama de antes. Cuando arribé al Boston Logan, lo primero que quise hacer fue visitar la librería para ver el espacio en el que me desenvolvería en unos días. Era la Trident Booksellers & Cafe, la misma en la que nos habíamos reunido para formalizar el viaje a Francia. Entré y no vi nada preparado ni anuncios que tuviesen escrito el nombre de Alicea, así que pregunté por el evento y, para mi sorpresa, nadie sabía de lo que hablaba. Salí algo molesta y tomé un UBER hasta el hotel donde tenía la reservación. De allí lo llamé al celular y no lo conseguí. Sentía que estaba perdiendo mi tiempo y que Alicea me había engañado; tuve el impulso de regresarme ese mismo día, mas le di el beneficio de la duda y decidí esperar dos días a que me contactara. Al otro día llamé nuevamente a su celular y nada. Ante la impotencia y molestia, salí al parque para despejarme como lo hacía años atrás cuando vivía en la ciudad. Me senté en un banco en el que ya había tres personas, dos de los cuales se levantaron poco después. El que permaneció junto a mí tenía un abrigo largo, gafas, guantes y un sombrero negro. Primero me pareció extraño que tuviese toda esa ropa ya que el invierno apenas empezaba pero luego sentí un vértigo inenarrable al fijarme en sus extremidades bajas, no llevaba pantalón ni zapatos y se le veía unas patas peludas con pezuñas de animal…
La cosa ¾ animal, hombre o demonio ¾ se percató de mi asombro y detuvo mi huida con su voz. Era él, Diego Alicea. No sabía si creerle a mis oídos o a mis ojos, hasta que se removió los anteojos oscuros y vi esos ojos que una vez amé con tanta intensidad. Me pidió que lo llevara a un sitio seguro donde pudiésemos hablar. Lo dirigí hasta el cuarto de mi hotel, aunque por la parte trasera, pues me dijo que necesitaba pasar inadvertido. Una vez en la habitación, se despojó de su atuendo e, inconscientemente, me llevé las manos a la boca. Estaba convertido en un fauno, mi querido Diego era un monstruo de la tradición grecolatina. Trató de tranquilizarme, me explicó una y otra vez que lo escuchara pero lo único que salía de mi boca eran preguntas a las que intuía no habría respuesta lógica. Me tomó varios minutos calmarme, en especial porque cada vez que llegaba a serenarme, observaba alguna parte de su cuerpo y volvía a desasosegarme. Dijo que él tampoco encontraba explicación posible a lo que le estaba pasando pero que podía narrarme cómo había sucedido la transformación.
Me relató que tan pronto había regresado de Francia, mi ausencia lo había dejado vacío, ya nada lo llenaba, ni siquiera el trabajo que tanto amaba. Escritor al fin, decidió refugiarse en una historia que ideó. Sería una narración en primera persona sobre un fauno enamorado de una musa que vivía al otro lado de una montaña mágica. Toda la historia referiría las peripecias que enfrentaba el fauno para cruzar el monte y llegar al locus amoenus donde vivía la doncella para declararle su profuso amor. Alicea pensó que el relato tendría posibilidades, por lo que puso todo su empeño en terminarlo. Los problemas comenzaron a surgir cuando una mañana se levantó para ir a dictar sus clases y vio que sus pies se habían convertido en pezuñas de animal. Al principio pensó que era su imaginación, pues no era la primera vez que él se pensaba el protagonista de sus narraciones que llevaba en proceso so pretexto de vivirse la creación que redactaba. Hizo lo posible por ponerse unos zapatos y continuó con su vida diaria. La semana siguiente, el fauno sobrellevó una serie de pruebas naturales en la novela, una vez completado ese capítulo se levantó del escritorio y se dirigió a ducharse antes de irse a la cama. Cuando se detuvo delante del espejo para cepillarse los dientes se horrorizó al ver que dos colinas le sobresalían de la cabeza… eran los cuernos del fauno.
No pude contener las lágrimas y le cuestioné por qué no había buscado ayuda o por qué no dejó de escribir la novela, a lo que me replicó que hizo lo primero pero que las cosas se habían salido de control ¾del control sobrenatural al que estaba sometido. Me explicó que dejó la cátedra primero por lo que le estaba ocurriendo y segundo, para poder culminar el texto de manera que, una vez finiquitado, volvería a su estado natural. Hubo meses en los que no escribía por miedo a perderse en la historia, a que ella se lo tragase, no obstante reanudaba su labor cuando pensaba en la idea de que su tortura acabaría tan pronto terminase de escribir. Así pasó los años encerrado y, una vez terminada, nada ocurrió; Diego Alicea era el fauno que había plasmado en el texto. Acudió a un médico y la reacción de este causó que las personas se fijaran en su monstruosidad. Se refugió en su departamento hasta que una tarde uno de sus vecinos lo divisó mientras salía a desechar la basura; supo que ya no estaría oculto como había logrado hasta entonces. Redactó la carta apresuradamente, con la información necesaria para convencerme de venir a Boston, buscó la ropa que traía puesta y se fue a la calle con la esperanza de verme en el banco en el que nos encontramos. Él sabía que iría a ese lugar, pues era nuestro punto de encuentro cuando vivíamos en la ciudad. La pregunta siguiente era ineludible, qué íbamos a hacer.
Diego no estaba seguro de nada en ese punto, me pidió que fuera a su apartamento y buscara la novela. El manuscrito estaba en el escritorio de la biblioteca, que era la habitación del fondo. No sabía qué haría con él, pero estaba seguro de que, si con el texto había comenzado su odisea, dentro de él estaría la clave para terminarla. Preparamos el plan como quien ejecutaría una empresa atroz. Diego iba a distraer a quienes rodeaban su complejo mientras yo subía a mi apartamento y bajaba con la cuerda por los balcones hasta llegar al suyo. Una vez allí, tomaría la novela y subiría nuevamente, después bajaría por el elevador como cualquier otro residente y nos encontraríamos en el hotel. Así hice, a pesar de que hacía tiempo que no me enfrentaba a tales acrobacias, en especial con mi puesto en la compañía. Como habíamos inferido, los agentes desalojaron el departamento tan pronto escucharon que el monstruo estaba en la planta baja. Me discurrí con sumo cuidado porque podía escuchar gente en el pasillo. Entré a la biblioteca, encendí la linterna de mi celular y busqué en el escritorio. Para mi sorpresa, la foto que estaba sobre su área de trabajo era de la Marquesa. No pude creer que después de tantos años ese hombre siguiera amándola… Agarré la novela, le puse unas presillas a cada lado para que los papeles no volaran y regresé a mi empresa. Siempre subir es más difícil que bajar; las fuerzas se me habían ido al vientre. Empero, respiré profundo y no me dejé llevar por el mismo sentimiento egoísta.
Salí del complejo con el escrito en mano, concentrada en que nadie me viera. Subí al auto y aceleré en dirección al hotel. Cuando llegué al vestíbulo no lo vi y presumí que estaría en la habitación esperándome. Subí las escaleras tan rápido como pude, pero tampoco se encontraba en el cuarto. Pude ver unas luces azules y rojas en la calle y bajé como alma que se lleva al diablo. Las luces de la ambulancia y el tumulto de personas se encontraban en el cruce de la Avenida Huntington y la Calle Belvidere. Empujé y empujé hasta que lo vi en el suelo ensangrentado. Grité y me acerqué; aún estaba vivo y ya no tenía el aspecto de un fauno. Yo lloraba y le repetía «¡Diego, Diego, no te me mueras por favor…!» y él respondía con una misma frase: «Léela por favor, léela».
Tuve que aplazar los compromisos en Francia por varias semanas. Una vez de regreso, encontré entre la ropa de la maleta la novela del fauno y me senté a leerla. Verdaderamente era otra joya lo que había creado, estaba segura de que sería su éxito póstumo, pero la eché a las llamas de la chimenea cuando terminé el último párrafo. El personaje del fauno había logrado sobrepasar todos los obstáculos para ver a su musa y, mientras la veía en el prado, se percató que no era capaz de olvidar su turbio pasado, el cual lo seguía atormentando. Así que prefirió terminar su existencia antes de jurarle su amor profano a la beldad llamada Remedios, como yo.
Revista [IN]Genios, Vol. 3, Núm. 1 (septiembre, 2016).
ISSN#: 2374-2747
Universidad de Puerto Rico, Río Piedras
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