José Manuel Martínez Montes
Departamento de Biología
Facultad de Ciencias Naturales, UPR RP
La primera vez que me adentré a la cabeza de alguien fue a una de mis maestras, la señora Morales. Recuerdo que pude ver cómo ella pensaba excesivamente en el señor González, maestro de Educación Física, y cómo experimentaba una sensación caliente y abrumadora por él. Ella lo deseaba mientras recordaba la escapada a aquel motel cuando su marido estuvo de viaje la semana pasada. Recuerdo lo explícito de sus memorias: cómo la maestra se tocaba mientras rebotaba sobre el míster y cómo sus grandes tetas, levemente caídas pero puntiagudas, brincaban y ella se las agarraba y apretaba. Esa fue la primera vez que vi un acto sexual y esa misma tarde, tan pronto llegué a casa, me la halé por primera vez. Esa paja me hizo darme cuenta de todo el provecho que le podía sacar a mi condición.
Mi habilidad me permitió ser un estudiante excepcional, un tremendo jugador de póker y un magnifico amante, sabiendo siempre qué responder, cuándo aumentar la apuesta y dónde tocar. Pero no todo es bueno. A pesar de solo poder leer las mentes de una persona a la vez, dentro de una distancia máxima de 6 pies, solo hay una cosa que considero significativa y que le puede hacer la vida mierda a cualquiera. No puedo leer las mentes de las personas que amo. Esta desdicha la descubrí la misma tarde que me hice mi primera paja, cuando intenté leerle la mente a mi papá para ver si era verdad que golpeaba a mami porque la amaba. Digamos que nunca supe por qué la golpeaba y nunca sabré, porque se suicidó luego de matarla a golpes en el cuarto mientras yo estaba en la escuela. Desde ese día ya no lo amo, y como se podrán imaginar, tampoco puedo leerles la mente a los muertos.
Demás está decir que ese recuerdo ya no me atormenta, al menos no con tanta frecuencia. Dejó de hacerlo a los 23. Ahora lo que me tortura es ahora una mujer; mi esposa. Se llama Nicole. La conocí a los 26, en la apertura de una librería en Santurce. En el momento pude ver que, al igual que ella a mí, yo le atraía. La invité a tomar un café. Ya sabía que diría que sí. Al cabo de dos semanas ya nos habíamos visto unas ocho veces y luego de un mes el túnel secreto que conectaba mi mente a la suya había sido cerrado por aquel demonio del que alguna vez habló García Márquez.
Los primeros años todo fue de maravilla. Tanto así que a mediados del segundo había olvidado la ineficiencia de mi poder sobre ella. En resumidas cuentas, me enamoré como un pendejo. Sin embargo, sucedió lo inevitable: ocurrió el tiempo, el peor enemigo del amor. Al cabo de cuatro, tal vez cinco años, la fiebre caducó y todo se enfrió. Reconozco que fui el primero en perder la fiebre, pero de igual manera fui el primero que tuvo que abrigarse, pues la frialdad la empezó ella. Pero ya da igual. Ya todo acabó, o, mejor dicho, acabará pronto.
Ayer en el supermercado, mientras hacia la fila para pagar, vi a Carla, una compañera de trabajo de Nicole. Son muy buenas amigas. Esa es la impresión que siempre me han dado. La miré y volteo la cara. Pensé que no me había reconocido e intenté mirarla de nuevo con tal de volver a coincidir y saludarla. No me miró. Cuando la fila bajó ya ella había pagado y estaba por salir. Por suerte, la distancia entre nosotros no fue un obstáculo y pude ver lo que en realidad pasaba. La cabrona me vio y me reconoció, pero fingió que no. Se sentía incómoda. Incomodidad que solo existía en su cabeza pero que ahora estaba en la mía. Rebusqué el por qué y hallé el fin de mi paz.
Mientras el cuerpo de Carla interactuaba con el sensor de la puerta automática de salida, su mente recordaba a Nicole. La veía saliendo de un lugar que parecía una barra, caminando hacia un carro que no era el suyo. Andaba con un hombre que no reconocía. Él le agarró la mano hasta llegar al carro, le abrió la puerta y, mientras se montaba, le miró el culo. La expresividad del alcohol en sus ojos y la sonrisa leve que soltó sugerían lo peor. Pero lo peor era qué él no era el único que llevaba el gesto. Ella se montó sonriendo con la misma sonrisa que tenía la primera vez que me invitó a subir a su apartamento. Esa noche fue la primera vez que lo hicimos, y ella le dio esa sonrisa a un cabrón en la calle. Esa puta fila de dientes. Me la había regalado a mí y ahora, después de tanto tiempo juntos, después de 6 años, se la regalaba a ese hijo de la gran puta como si nada. Me cago en Dios, me cago en ella y me cago en la sonrisa. Y yo pensando, como buen pendejo, que me amaba. ¡Cojones!
Deben pensar que soy un celoso o un loco, o quizás las dos, y quizás sí lo soy, por eso del beneficio de la duda, pero les aseguro que puedo ser lo que sea, LO QUE SEA, menos pendejo. Es por eso que hoy la espero despierto. Me escribió que llegaría tarde de nuevo. Dijo que saldría con las muchachas del trabajo. Lo mismo de la otra vez. Caí una, pero no dos. Ni una vez más. Le dije que yo también tenía planes con los muchachos, que si llegaba primero que no me esperara despierta y, de hecho, sí tenía planes, pero no con los muchachos, mucho menos de salir. Esta noche la pendeja sería ella.
Escondí mi carro, apagué el celular y me metí en el cuarto de herramientas que queda en la marquesina. Sabía que llegaría pasado la medianoche, así que me tomé mi tiempo. Bebí un whiskey y por “un whiskey” me refiero a la botella. Ya para la 1 no quedaba ni gota. A eso de las 2 escuché el rolling door abrirse. Se estacionó, esperó a que la puerta cerrara y se bajó. La pude ver por una rendija que dejé al juntar la puerta para asegurarme de que llegaba y que lo hacía sin compañía. Dio unos pasos torpes y entró directo a la cocina. Dejé de verla. Esperé hasta que no se escuchara ningún ruido. Esperé hasta las 3 para asegurar que su sueño fuera profundo. No había forma de fallar.
Salí del cuarto, caminé de puntas hasta la cocina y tomé el cuchillo más punzante del set que nos regaló su madre en nuestra boda. Deslicé mi pulgar por el filo de forma perpendicular para probarlo. No pude sentir bien el filo. Tampoco sentía la cara. Era el whiskey. Apagué las luces del pasillo para que no la fueran a despertar y caminé en sigilo por lo oscuro hasta la puerta del cuarto. La abrí con cautela. Ni el loco de The Tell-Tale Heart tuvo el cuidado que yo tuve al abrir esa puerta. Una vez dentro del cuarto solo podía sentir calor, a pesar de que el aire estaba prendido. Mientras más me acercaba a su cuerpo, más caliente sentía mi piel. Como si la casa se estuviera incendiando y con cada paso que daba se avivaran más las llamas. De nuevo, el whiskey.
Sin mucho preámbulo cogí mi almohada y se la puse en la cara con una mano, por eso de ahogar los gritos. Con el cuchillo en la otra, la apuñale unas 6 veces en el estómago. Una por cada año que perdí. Como estaba borracha no puso mucha resistencia y como yo también lo estaba, le dejé el cuchillo espetado en la boca del estómago. Me senté al lado de ella a pensar en lo que se terminaba de morir. Fue entonces que me di cuenta de que no la amaba, pero que tampoco estaba dispuesto a aguantar que no me amara más. Sentí que el charco cálido se había esparcido hasta mi mano, que quedaba cerca de sus rodillas. Ya mismo se acababa. Ahí me di cuenta de otra cosa. Cada una de las puñaladas que le di se había encargado de destapar el túnel secreto que conectaba mi mente a la suya. Como ya no la amaba, podía leerla, y como aún no terminaba de morirse, podía ver si se arrepentía de lo que me hizo, o tal vez vería lo que dicen que ves cuando vas a morir. Eso de que toda tu vida pasa frente a tus ojos. Cerré los ojos y vi… vi todo, y el único arrepentimiento que hallé fue el mío.