Luis Alfaro Pérez
Programa de Estudios Interdisciplinarios
Facultad de Humanidades, UPR RP
Son las 6:30. Creo que tengo todo lo que necesito, pero no estoy segura. Es la primera vez que voy en persona a enseñar a esta escuela. Fui toda mi vida, pero como estudiante. Llevo un año contratada, y ahora me toca volver.
Pensaba que exageraban sobre las mil quejas del tráfico, que no podía ser tan frustrante. Ahora les creo. Faltan cinco minutos, y la fila de carros obstruye el estacionamiento de maestros. Los padres empiezan a tocar bocinas; trato de contener las ganas de seguirles la corriente. No quisiera nada más que virar aquí mismo y volver a casa.
Veo más adelante el protocolo para estudiantes. La enfermera escolar, o quizás la secretaria, realmente no sé, les toma la temperatura, mientras otra señora les echa desinfectante en las manos. Un niño llega sin mascarilla y, con prisa, la quizás enfermera lo separa a un lado y le coloca una azul antes de devolverlo a la fila. Las guaguas escolares van entrando poco a poco. Antes, desbordaban estudiantes ansiosos por otro día de clase. Ahora, se bajan menos de veinte. Caminan aislados unos de los otros, mirando hacia el suelo, siguiendo las instrucciones del guardia escolar.
En lo que pareció ser una espera eterna, al fin me estaciono. La escuela me suministró una lista de materiales que debo llevar conmigo. Son tantos que sigo preguntándome si me falta algo. Me coloco mis dos mascarillas, y con bulto en mano, salgo.
Hay una fila aparte para los maestros y empleados. La muchacha que me toma la temperatura se ve harta de todo. “Yo no pensaba que abrirían tan pronto, pero aquí estamos”. Su rostro es casi indiscernible detrás de las telas y la careta de plástico, pero su tono revela que se siente derrotada.
“Esta es la primera vez que enseño en persona desde la práctica”, contesto, tratando de consolarla. Me echa el alcohol en las manos, y me aguanta la vista antes de contestar: “ojalá hubiera sido en otro momento”. Solo logro bajar mi cabeza en afirmación antes de suspirar: “yo también”.
Llegó al salón B-13, y los estudiantes están esperando afuera. Pensaba ver más niños; mi grupo es de 25. Aunque sus caras están cubiertas, los reconozco: Johnatan, Yashira, Lemuel, Karina y Alejandro. Están acostados contra la pared, separados unos de los otros. “Vengan, muchachos. Vamos a entrar”. Sonrío aunque no puedan ver mis dientes. Se levantan, y me siguen el paso.
Abro la puerta con las llaves que pasé a buscar temprano en la semana, y los mando a sentar. Trato de separarlos lo suficiente. Se me olvidó la cinta métrica, pero las guías dicen que deben estar entre dos a tres asientos separados por cada lado. Cuando termino, veo que apenas están lo suficiente distantes. No sé cómo lidiaré si llegan los 25. Ellos miran al frente, callados. Algunos juegan con sus manos; otros las dejan en sus faldas —no se atreven a tocar. Paso uno a uno y desinfectó los pupitres. “Gracias, misi”, dice Lemuel en una voz diminuta.
Saco mi libreta, y paso lista. Casi tres minutos en silencio, de tantos que faltaron. Levanto la vista, y me paro frente al escritorio. “Quiero hablar un poco sobre cómo se sienten”. Miro al techo, esperando que lleguen las próximas palabras. “¿Alguien quiere empezar”?
Los niños se quedan callados. Hablaban más cuando estábamos en las llamadas de Teams. Uno levanta la mano. “¿Siempre va a ser así?”, Johnatan pregunta.
“No, Johnny, pero no sé hasta cuándo vamos a estar así’’.
“¿Tú te vacunaste, misi?”, vuelve a preguntar. Me cogió desprevenida. “Sí… se me olvidó decirles en la clase pasada. Todos los maestros están vacunados. Se supone”. No hubo más preguntas. El resto del día fue eterno. Se me olvidaba lo que discutía, aunque repasé anoche el plan de estudio. Miro el reloj en la pared más que nunca.
En el receso, envío un correo electrónico a los padres para preguntar si tuvieron problemas con sus hijos para llegar. Al rato, recibo mensajes. Leo de todo: asma, rutas de guaguas, abuelas consternadas, preocupación por los riesgos y rabia. Algunos escribieron que enviarán a sus muchachos en la segunda semana, después que todo esté más tranquilo. Que se van a poner al día con los compañeros. Cierro la computadora, y continúo la clase cuando todos entran. Siento una migraña comenzando.
Cierro las ventanas cuando termina el día. Les digo que no me ayuden, que me toca a mí desinfectar el salón y cerrar todo. Me quedo un momento velando el cuarto vacío. De repente pareciera que nada está mal y que simplemente decidí usar esta mascarilla por capricho. Que todo ha regresado a cómo una vez fue, y que podré ir al cine esta noche a despejarme. Que mañana puedo ir a casa de abuela y darle un beso sobre la frente, sin temor. Esa fantasía termina tan pronto entra el conserje a preguntarme si terminé.
El resto de la semana corre igual de lento. Uno que otro estudiante llega. Al menos empiezan a hablar un poco más. De vez en cuando tengo que regañarlos por tocarse las caras o tocarse entre sí, pero nada grave. Nada mortal.
Todo cambia cuando termina el mes. Comienzan a cerrar escuelas tras reportar brotes de coronavirus. Me llega la invitación, en el correo electrónico, para la reunión de facultad. Volvemos a clases en línea hasta que controlen los contagios escolares. Dicen que todo está registrado en el sistema de biorastreo. No sé qué creer. Las noticias me abruman. Solo puedo apagar el celular, y acostarme. Duermo pésimo, pero eso ya no es novedoso.
El día siguiente, hay una conferencia de prensa del gobernador y el Departamento de Salud. Pierluisi empieza su mensaje: “Agradezco la labor incansable de todos esos educadores que empezaron la ronda más fuerte. Anticipamos que esto podía suceder, pero estamos preparados para brindar una respuesta inmediata. Yo sé que, en un mes, todos esos niños estarán en sus escuelas nuevamente, y en las mejores manos posibles: las de los educadores comprometidos con el futuro de nuestra juventud”.
Apago la televisión. Me quedo enfocada en la pantalla oscura, esperando que vuelva a prender, o a que me despierte del sueño. Nunca despierto.