Adriana Morales Díaz
Departamento de Literatura Comparada
Facultad de Humanidades, UPR RP
Llevaba solo unos cuantos meses trabajando en el supermercado del pueblo. Este edificio le pertenecía a una de las familias más viejas de aquí. De generación en generación lo iban heredando, expandiendo y mejorando. Realmente no sé cómo conseguí el trabajo. Llevaba meses solicitando en diferentes lugares, hasta que me llegó la llamada de este supermercado. Fue ideal: Quedaba cerca de donde vivo y lo conocía de rabo a cabo. Además, ya no tendría que estar metía’ en mi casa.
Me asignaron a las cajas. Trabajaba justo frente de la que tenía asignada el hijo del dueño. Cada vez que necesitaba cambio, él iba a mi estación. Podía ir a cualquier otra, ya que las demás cajas normalmente tenían más chavos, pero él se empeñaba en ir a la mía. Ni siquiera decía un “permiso” cuando aparecía. Me daba empujoncitos hasta que me salía del medio.
Eso sucedía siempre... y siempre le decía, con mi voz más controlada –Per-mi-so –. Evidentemente, no me hacía caso. Cuando terminaba de tomar el cambio que necesitaba, se volteaba para mirarme fijamente, para que, sin que me lo perdiera, viera aquella guiñaíta que me dirigía. Eso, también, sucedía siempre. De hecho, sucedía varias veces durante el día.
A mí se me envenenaba la sangre.
A cada rato llegaban estudiantes de la escuela superior que quedaba frente al supermercado. Iban al medio día, después de las tres de la tarde, cuando los despachaban, estaban libres o cortaban clases. Compraban porquerías para comer. Nunca supe si eran babosos de por sí o si se babeaban cuando se ligaban al hijo del dueño. Yo viraba los ojos cada vez que las nenas chillaban porque el cajero más lindo del supermercado les hacía la misma guiñaíta que me hacía a mí.
Un día, el hijo del dueño me cogió virando los ojos. Cuando la pavera de los estudiantes bajó de volumen porque salieron del supermercado, decidió coger uno de los paquetes de chocolates que quedaban al lado de la caja: un paquetito de Kisses, pa’ colmo. Abrió la bolsita, sacó uno y me lo entregó después de que, por primera vez, depositara cambio en mi caja diciéndome – Toma y no te me pongas así, Ojitos Lindos –.
Sentí que los cachetes se me calentaban y no sabía si era por pasme o por rabia. Después de ese suceso no volvió a ocurrir nada. Hasta hace poco.
Las luces del atardecer se colaban por las puertas corredizas del supermercado. Estaba cobrándole a mi última clienta del día cuando el dueño se me acercó para decirme que comenzara a organizar la mercancía de los pasillos. El dueño del supermercado se veía sumamente cansado; tenía unas ojeras que yo jamás le había visto a alguien. Y se entiende porque, con toda esta locura por la pandemia, la cosa en los supermercados ha estado bien fuerte.
Después de darme aquellas instrucciones, el dueño se dirigió a su hijo para dejarle las llaves y le dijo – Toma, no puedo más con mi vida. Ayuda a la nena y después cierras bien. Nos vemos en casa –.
El hijo le gritó un “bendición”, pero solo logré escuchar cierto murmullo como respuesta. Quizás por el cansancio del don, o quizás por la condená’ mascarilla que ahora todos tenemos que usar. Luego, se cerraron las puertas corredizas por última vez ese día.
Nos quedamos él y yo solos. Lo miré por un rato, sin estar muy segura de lo que debía hacer. Él me miraba también. Después de lo que pareció una eternidad se escuchó una voz, – Puesss… comienza tú allá y yo acá, hasta encontrarnos en el pasillo del medio y terminamos – me dijo el hijo del dueño. Tardé unos segundos en entender, hasta que logré contestarle un – Dale –.
Íbamos poco a poco organizando toda la mercancía. Moviendo lo que no iba aquí pa’ allá y surtiendo lo nuevo para los clientes del próximo día.
Comencé a escuchar como un sonido y pronto noté que era música. Me imaginé que debía ser el hijo del dueño escuchándola desde sus audífonos. Pensé que eso era una buena idea y me arrepentí de haber dejado los míos enredados en mi cama. Así que, para no aburrirme más de la cuenta, oyendo los choquecitos que daban algunas latas, me puse a tararear en voz baja las canciones que escuchaba todos los días en la radio del supermercado.
Cuando llegué al último pasillo, me percaté que ya no se escuchaba la música de los audífonos. Al voltearme, vi al hijo del dueño mirándome.
– Tienes una voz chula – me dijo cuando arreglaba los paquetes de arroz.
Le contesté un corto y seco – ¡Ja! –. Tomó todas mis fuerzas no mirarlo. “¡Nena, acaba y termina!” me reproché.
Estuvimos otro rato en silencio. Hasta que el hijo del dueño preguntó – ¿Qué te pasa, Ojitos lindos? –.
– ¿Por qué me dices así? Tú sabes mi nombre – le contesté, más cortante que como quise que se escuchara.
Permaneció callado un rato, quizás midiendo las siguientes palabras que iba a pronunciar. – Puesss, por to’ esto que está sucediendo, y que tenemos que usar estas vainas, eso es lo único que veo de ti. Ahora resaltan más. Además, de verdad son lindos. Son como brillantitos – explicó
Me quedé perpleja. O sea, ¿quién hubiese pensado que el hijo del dueño, en verdad era tan… chulo?
– Eee… pues, ¿gracias? – le dije, tratando de que no se me quebrara la voz. Él no contestó nada más, aunque sabía que sonreía.
Cuando finalmente terminamos, recogimos nuestras cosas y salimos juntos hacia nuestros carros.
– Nos vemos mañana – me despedí hasta que el hijo del dueño, por primera vez desde que trabajo en ese supermercado, hizo un ademán para despedirse con un gesto de chocarnos los puños. Yo pues para no quedar mal, le devolví la despedida y me tomó de sorpresa. En vez de hacer lo que pensé que haría, abrió su mano y me agarró por la muñeca, halándome hacia él.
Todo sucedió demasiado rápido y ese atrevimiento pudo haber sido exitoso. Me haló hacia él, haciéndome tropezar un poco, y se inclinó para darme un beso.
Repito, pudo haber sido exitoso. Casi perfecto. Pero ahora, con toda esta situación, ya a uno se le olvida la nueva moda. No fue hasta que sentimos la presión de nuestros labios, o mejor dicho, el contacto de las mascarillas, que lo recordamos.
Cuando el hijo del dueño se dio cuenta de su fracaso, pude ver de cerca cómo aquellos ojitos de las guiñaítas se convirtieron en platillos. Soltó mis manos a las millas y si no fuese por la cercanía, casi ni hubiese percibido aquel murmullito de un – Nos vemos –.
Se montó en su carro y arrancó desapareciendo en la penumbra de la calle.
Me quedé sola y confundida frente a mi carrito escriquillao’, con una sonrisita escondida detrás mi mascarilla.
Quizás luego, cuando to’ esto mejore, pueda reclamarle aquel besito enclaustrado.