Verde que te quieren verde

Jomary C. Lugo Hernández
Departamento de Inglés
Facultad de Humanidades, UPR RP

// Cru, cru, cru.

—¡Ay, Ana, por favor! Basta ya de esas tonterías.

Blanca abrió la ventana de trancas con un empujón y comenzó a sacudir el pañuelo de mundillo que había hecho la noche anterior.

—El que no quieras creer lo que dicen, no las hace tonterías, Blanca —dijo Ana, agarrando su pequeño tazón lleno de varios caracoles, una llave, una moneda, piedras de colores, un cuarzo rosado y…

 —¿Esos son huesos, Ana? ¿Dónde conseguiste esos huesos? No me digas que son de las gallinas de Alma que desaparecieron la otra noche.

—El viento sopló diferente esa noche, ya te dije. Me hiere que pienses que le haría daño a nuestra hermana y a sus pobres gallinas.

Mientras Blanca admiraba su pañuelo en la cálida luz de la mañana, Ana, con su irritación ya visible, comenzó a recoger sus pertenencias del suelo. Una brisa, arrastrando un recuerdo, acarició sutilmente la mejilla de Blanca de tal manera que giró su mirada hacia su hermana. 

—A ver… ¿qué dice? —Tomó su falda y se sentó en cuclillas. Su hermana ya estaba sentada en su famoso estilo indio enseñando hasta el meiyapán (Made in Japan), como decía mamá Nené.

—No deberías ir al baile.

—¿El tazón lo cree o tú?

—¡Mira lo que cayó en el tazón, Blanca! Los huesos rotos están cubriendo al cuarzo.

Ana le acercó el tazón a su hermana. Al moverse, sus pulseras chocaban entre sí, Blanca sintió esa percusión única contra su pecho.

—La llave está cerca de la moneda. Incluso, mira la pluma… esta sí se la arranqué a una de las pobres gallinas… cayó entre ambos conjuntos. Tu corazón estará... frágil.

Blanca no entendía del todo los enredos de su hermana. Distraída por la sinfonía de las pulseras, un recuerdo en sus labios y el verde del ridículo pañuelo que tenía su hermana en la cabeza. Ana notó la confusión que distraía a su hermana porque rápido aclaró su pensar.

—Es un desamor.

—Sabes que nadie me ha cortejado… —dijo tocando ligeramente su mundillo. —Por lo menos, no de la manera que le agrade a mamá Nené y a papá.

—No deberías ir al baile. Mira, —Ana señaló los caracoles tirados en la alfombra— los caracoles dicen la noche de hoy. Además, con el viento raro de la otra noche…

—Anita querida, no iré sola. Alma nunca va a los bailes y Malvina no irá esta noche porque le robó una de esas novelas de romance a mamá Nené. Voy a llevarme a Esmeralda y colarla sin que se den cuenta los encargados como siempre hacemos.

Su pasatiempo favorito desde niñas. Era muy difícil tener a las hermanas de Blanca, Ana, Malvina y Alma, juntas en un solo lugar. Por más que abuelo intentó para los bailes siempre faltaba una que otra. Así que Blanca, en su audacia, siempre le prestaba trajes a su querida Esmeralda e iban juntas. Siempre a Blanca le pareció que Esmeralda, con su elegancia, era hecha para la sociedad. No fue hasta luego que comprendió que el padre de Esmeralda era trabajador del suyo.

—Aun así, no creo que…

—Basta, ya te escuché. Gracias por la lectura. No hay nada por qué preocuparse.

Blanca se levantó, se miró en el espejo y salió por la puerta. Ana comenzó a remover los objetos del tazón. Cuando llegó a los huesos acuñados en una montañita, los removió poco a poco cuidando su fragilidad. Encontró sus sospechas preocupantes escondidas al lado del cuarzo. Una pequeña piedra de un intenso verde monte parecido al verde de su pañuelo.

Verde que te quieren verde.

Suspiró y continuó guardando.


Esa noche.

A través de un espejo, Blanca miraba a Esmeralda para colocarle un collar. Una pequeña cruz dorada con perlitas iluminaba angelicalmente su cuello. Esmeralda sonrojada tocó el collar. Suavemente pasó sus manos por el traje de seda color café que la cubría.

—Sabes, Blanca, no tienes que hacer todo esto. Podemos ir a caminar un rato por la plaza.

—Te ves hermosa. Me hace falta música, Esmeraldita. Además, en la plaza nos interrumpen los chicos.

—Para hablarte, dicho sea de paso.

—No es su atención la que quiero.

Ni el canto melódico de los coquíes era suficientemente ruidoso para callar el silencio que las acaparó. Una brisa familiar entró por la ventana como si fuera parte de una partidura invisible rigiendo cada sonido. La ventana abrió repentinamente. Blanca y Esmeralda caminaron hacia la ventana de manera cautelosa. En la mente de Blanca, le resonaban las palabras de su hermana Ana. Aunque no estaban en peligro, el crujir del suelo de madera hizo que los pelos de sus brazos se alzaran como carne de gallina.

Clank, clank, clank, clank. Esmeralda le tomó la mano a Blanca al escuchar como aquellos pasos ligeros recorrieron el techo de zinc.

—Una… Una rata, tranquila.

Ambas se siguieron acercando a la ventana. Caminaban lento con la respiración calculada. La brisa ocasionaba que la seda celeste del traje de Blanca le hiciera cosquillas, pero el leve perfume que cargaba le hacía más. Juntas se asomaron por la ventana, pero no vieron nada, hasta que un grito se les escapó a las dos al ver la sombra de dos garras afiladas. Los gritos fueron prontamente sustituidos por unas risitas que no provenían de ninguna de ellas, sino de una Ana en cuclillas frente a la ventana.

—¡ANA!

—¡Debieron ver sus caras! Sabía que las patas de gallina me ayudarían en algo. A ver si con ese susto se te van las ganas de ir al baile.

—Ay, Blanca, ¿los caracoles? —en su voz se podía escuchar el tono preocupado.

—Esmeraldita, sabes cómo es Ana. No le hagas caso —le lanzó una mirada desafiante a su hermana.

Ana siguió caminando sin hacerle caso. Sus miradas cayeron a sus manos unidas. Aún no se sabe quién fue la primera en soltar la mano.

—Terminé tu mundillo. Tiene una gardenia —Blanca tomó una caja y sacó un pañuelo con suma delicadeza.

—¿Como mi perfume? Me encanta. Muchas gracias. Realmente no sé qué darte a cambio.

—Vamos al baile. Eso será suficiente. Siempre hacemos esto y siempre te confunden con una de mis hermanas.

Esa noche corrió como cualquiera de las otras. Desde afuera los boleros movían los pies de Blanca. Amaba bailar y más con Esmeralda. Desde niñas se divertían bailando juntas, escuchando la música y contando los muchachos que miraban a Blanca, la hija del director. Esa noche en particular Blanca no encontró señal del mal augurio que leyó su hermana. No pensó nada raro cuando comenzó a sonar una de sus canciones preferidas, segmentada con Lorca. Sin embargo, al estirar su mano no encontró a su querida Esmeralda —a su verde querida. Sintió una mano ruda y callosa. En su mente, la orquesta entera se detuvo. No sintió su cuerpo mientras se movía con el son de la música. Buscaba a Esmeralda con una mirada frenética. Rodeada por el cuerpo de un bailarín extraño con olor a tabaco y frutas que se lo atribuiría luego en un futuro al olor de la cerveza.

Esa fue una de las últimas veces que vio a Esmeralda con tal regularidad. Su vida fue atareada con propuestas, cenas formales, compromisos, mudanza y una vida adulta totalmente desconectada de la ilusión de Esmeralda, interrumpida por aquel bailarín desconocido. Esmeralda no fue a la boda, porque no hubo una o por lo menos una en Puerto Rico. Las visitas de Blanca a su pueblo cada vez se alejaron más de su juventud y de Esmeraldita. Eran pocas las canciones que Blanca escuchaba que no la remontaran a sus bailes y las risas que siempre les traían. Ahora Blanca se encontraba en cuclillas frente un arbusto de gardenias. La noche anterior había florecido lo suficiente para que el arbusto pareciera cubierto de un gran manto de mundillo. En su mente, Blanca escuchaba una leve orquesta lejana, escuchaba una risa y pasos confusos. Al levantarse, miró su obra florecida. El viento le acariciaba la mejilla como si supiera, como si fuera una mano conocida. Un bolero de Daniel Santos vino a su mente y tarareando cantaba:

—Dos gardenias para ti. /

Con ellas te quiero decir/

Te quiero, Te adoro, Mi vida. // 

Posted on December 7, 2021 .