Sebastián López Fernández
Departamento de Literatura Comparada
Facultad de Humanidades, UPR RP
Recibido: 26/08/2023; Revisado: 22/11/2023; Aceptado: 18/12/2023
Escondida tras la transluciente cortina del cuarto que descendía como una cascada turbia hasta desembocarse fuera de su caudal sobre el piso ajedrezado del apartamento en la esquina que sirve de colindancia de la calle Sol y la calle Luna, se encontraba la señora Gloria de Jesús. Elegante, rígida como una varilla, siempre andaba abrazada por su echarpe de seda fina degradada hasta ser un mero trapo de hilos perfumado. Una bata de baño manchada tras años de uso resaltaba los picos esqueléticos de su cuerpo, sobresaltando la tela como islotes inhabitados en un mar muerto. Se cargaba con una fragilidad concebida en un comienzo como símbolo de su estatus, su finura compuesta de lazos atados por gentiles copos de nieve. “¿Sabes que una vez nevó en Viejo San Juan? Doña Fela la trajo en avionetas desde allá afuera”. Gloria le contaba a todos los que pasaban por su residencia por una copita de café o vino (dependiendo del propósito de la visita) la historia de cómo desfiló por la calle vestida de dama fina española en una de las fiestas de la Calle San Sebastián en los 70. El año específico se le escapaba de las entrañas, y, además, pedir especificaciones sería un paso cercano hacia cuestionar su edad, y eso sí que no. Su pared portaba un artículo de periódico en que una mujer con facciones efímeras usaba un traje amarillo sencillo, pero regio, y un parasol inclinado, solamente su sonrisa delimitada por sus labios rojos que cortaban la sombra.
Esta no sería su última apariencia en la prensa. Gloria era, de hecho, una personalidad recurrente en su tiempo por su famosa columna de crítica culinaria desde finales de los 70. Sus gustos eran “refinados”. Conocía el flamenco. Pronunciaba las “eses” al final de las palabras y las “zetas” como una castellana. Tenía cuidado con quien se involucraba, ya que quería preservar la “reputación” privilegiada de su familia. Conocía la ética de cubiertos apropiada para una cena y sabía qué botella de tinto usar para cada ocasión. Cargaba consigo valores con raíz en el Viejo Mundo. Sin embargo, su talento, todes pensaban, era su calidad de describir lo gourmet con una riqueza de detalles que era como si el plato mismo estuviera en frente del lector. Las crujientes chispas de un filet mignon en una olla; ese particular sonido que detona una profunda hambre, despertando las glándulas salivales y el innato deseo de devorar, era replicada a la perfección en sus artículos. La experiencia élite: el conocer que ese plato había sido cocinado a su estado ideal y tenía un sabor sublime era traducido en unas meras palabras para el goce del público.
Gloria tenía un regalo: con unos pocos caracteres en su columna de El Nuevo Día y con su fina composición de adjetivos descriptivos, podía conjurar un acercamiento a la esencia de la comida que probaba. Chisteaba con que no le sorprendería ver a sus lectores lamiendo las páginas del periódico; Platón quedaría bobo. Sus seguidores aumentaban con cada pieza y su popularidad de efervescente champán la llevó de una pequeña columna a artículos de doble página a color. Era solamente una cuestión de tiempo en lo que su éxito la propulsara a donde siempre había sentido que pertenecía: invitada a galas de la élite colonial, donde por fin sería vista. Había, sin embargo, una dimensión totalmente desconocida a sus lectores; una experiencia que solamente Gloria cargaba consigo. Un don nacido de alguna irregularidad genética le había dado millones de receptores en sus papilas gustativas (la persona corriente solamente tiene alrededor de 10,000). Con un solo mordisco al filete, Gloria conocía la historia de la vaca. Las diminutas inflexiones de su lengua le daban su sobrehumana capacidad de transportarse con el sabor a los campos de Hatillo, cuando el filete era todavía vaca y rondaba las fotosintetizadas tierras. Tomando un segundo después de cada bocado para que la saliva hiciera su trabajo, llegaba a conocer cómo esa vaca fue tratada, la riqueza de su nutrición y los aditivos que se le agregaban. Solía dejar a chefs y otros críticos sin palabras al conocer detalles íntimos de la confección; cosas que hasta ellos desconocían.
“El sufrimiento se saborea en la carne”, Gloria solía decir al concluir una larga anécdota en los soirées que tenía en su casa. La distinguida crítica tenía mala fama de sacar platos de la basura para cavar por los restos de carne o arroz que las personas dejaban. Toda partícula de comida sin consumir era una historia invisibilizada, destinataria de los vertederos cuando hay tanto sin ver... cuando ella pudiera ser la que pruebe esa vida tomada. Nunca llegó a conocer por nombre su aflicción. Siempre la pensó como una excentricidad privilegiada hecha posible por genética superior. Tenía que serlo; para Gloria, era un mundo invisible hecho real por su propia carne. Sus sensibilidades estaban en sintonía con el mundo natural, como si pudiera dar un vistazo a la red conectiva en ciclos de la vida y las grandes maquinaciones de procesos más grandes que la mera carne que ella habitaba. No hubo una gran lección de esto; su experiencia sensorial bordeaba en gula. Firmó un contrato con Telemundo para tener su propio programa, Desde la cocina de doña Gloria, todos los miércoles y viernes al mediodía en el canal 11. El programa fue un éxito en masa. Gloria se convirtió en parte de la iconografía de la televisión puertorriqueña, su temprano éxito solamente domeñado por la cara del indio todas las noches cuando el canal se iba off air. Su programa corrió en emisión por 15 años, hasta principios del 2000 cuando las audiencias comenzaron a pasar la página en su carrera. No hubo un evento escandaloso que la envió corriendo a las sombras del anonimato, sino que fue un mal más sutil y desprevenido.
El telón sube sobre una tragedia larga y triste que comenzó cuando descubrió un nuevo sabor en su extraordinaria paleta… la descomposición de partículas de plástico sopándose por su cuerpo. Un mal de gastronomía, y una presa onda de detrimento que, como úlcera cancerígena, crecía en volumen con cada comida contaminada. Para su círculo, la comida era como siempre era; en su máxima capacidad, era perfecta, una pieza compuesta por manos maestras. Para Gloria, algo se había perdido. Como una nube negra solapada, su verdad del mundo cambió en el instante en que, en vez de ser transportada por los pastizales donde rondaba el ganado, encontró puro disgusto en el plato que sus propias manos habían preparado. Sus papilas gustativas la llevaron a través de la sofocante maquinaria impersonal de empaquetados, atándole sus manos en cautiverio plástico, su carne llena de preservativos y hormonas. Las cebollas que le añadían parecían estar repletas de fumigantes, gotas de veneno esparcidas para matar insectos y que han llegado a la tierra. Podía hasta sentir la marcha de botas fumigantes en el campo. Usualmente, podía trazar las huellas de condimentos idiosincráticos del chef, con la gentileza que la carne fue rebanada y tratada hasta ser llevada a la olla donde se uniría a los otros ingredientes. Gloria anhelaba saborear las cebollas de su campo favorito, importadas desde la Quinta del Sordo en Madrid. Todo ha cambiado. Poniendo la cuchara de vuelta en el plato, bajó la cabeza para tragar la última porción a escondidas. Solamente pudo subir su cabeza y sonreír a la cámara, su horror espectral escondido bajo la desmoronada máscara de clase y profesionalismo. La audiencia tomó un segundo, siendo espantados por la cara de Gloria, antes de comenzar a aplaudir por otro plato exitoso. Lágrimas balbuceaban un pánico existencial. El invitado, el Honorable Senador Carlos “Toti” Pacheco, tomó su cuchara y dio un mordisco, completamente ajeno a Gloria. Su cara brilló: –¡Otro éxito, Doña Gloria! –. En esa cocina artificial, su mundo se vio contaminado por una realidad inescapable y sus ideas fundamentales fueron reveladas a tener pie de arcilla. Aquí, en el episodio 294, el programa tornó en declive. Los rumores comenzaron a esparcirse cuando el crew de la filmación al día siguiente de Entérate con René la encontraron sentada en el piso de la cocina que servía como almacenaje de los ingredientes del programa, como una niña perdida en un centro de convenciones después de rendirse de tanto llorar. En vez de lágrimas, su cara estaba manchada con restos de comida. Docenas de ollas sucias tiradas en el piso la coronaban como culpable del caos. –Parece que pasó la noche cocinando como loca –decía la gente que la encontró. Ignoraban sus oraciones, hechas susurros por el horror que cargaba en su boca. –Todo sabe malo. Todo sabe a mierda. –Gloria alzaba la vista y preguntaba –¿Sabes qué le hicieron a la comida? Por favor, ¿tú sabes? Dime. Dime, por favor. –Gloria continuaría con el programa, cocinando la comida como debía ser, como conocía que era excelente, y siendo abatida por un horror industrial innato en cada plato. Como parte de su identidad en pantalla, en cada episodio que grababa, en el momento donde estampaba su identidad era cuando, luego de tomar el primer bocado, bajaba la cabeza para permitir el éxtasis de sus papilas gustativas. Tras un segundo, la alzaba con una sonrisa coqueta que denotaba experiencia y finura. Aquí era el momento en que su audiencia conocía la calidad de la comida, donde, mediante la complexión de Gloria, sentía que podía acercarse, aunque fuera una pizca, a la trasformadora experiencia sensorial que era su mano en la cocina. El asco le quitó su magia; sus facciones parecían transformarse dolorosamente en una máscara trágica tergiversada por exageradas contorciones de sus músculos que intentan moldearse, sin éxito, en algo bello. Empezó siendo algo triste que la audiencia que la recordaba con cariño de sus días de oro lamentaba. –Mira lo vieja que se está poniendo–. Luego de varias temporadas así, paso a ser un chiste… hasta que finalmente cancelaron su programa por pena. Esta historia está contada en silencio en cintas de VHS de grabaciones que, sin intención, narran desde el fondo. Gloria tiene docenas de cajas de todas sus temporadas en VHS puestas contra una pared en su apartamento. El estudio no sabía qué hacer con tantas copias en el almacén que se las dejaron tiradas al frente de su apartamento un desprovisto jueves a las 7:30 de la mañana, seis años luego de la cancelación. Todos los vecinos la vieron cargar las cajas. Las mañanas pueden ser inesperadamente calladas, incluso dentro del ajetreo de la metro; como si hubiese habido una intervención, donde una fuerza invisible pidió silencio en el set, se preparó la escena y, en vez de pájaros cantado esa mañana, solamente se escuchaban los quejidos de la patética dama. A través de los años descubrió que solamente puede tolerar una dieta de papas y zanahoria, una receta del doctor Normando. Desde su estación del programa, puede cambiar más vidas que en cualquier consultorio, Gloria siempre recuerda.
María piensa que ella es una hipocondriaca.
¿María?
En fin, eso fue lo que fue. Ahora vive entre nubes del ayer, hechizada por la magia del ajenamiento temporal. Las cosas que sí recordaba con certeza, los trataba como fantasmas que no ofrecían nada, solo un tacto punzante de melancolía hecha sensible por su presencia atormentante. El condenado pretérito pasado simple del ser era su estado: Fue. El haber sido, pero ya no. Contrario a todo su poder, se había convertido en un fantasma intangible: era Tantalus, sin poder saciar su deseo de comida. Este inalcanzable apetito bailaba ante sus ojos, su condena era la bruma que tanto le litigaba sus lacerados ojos. ¡Ningún especialista podía decirle qué le ocurría! Sobre sus ojos, María, la enfermera que pasaba a visitarla todos los lunes, miércoles y días de fiesta, ya le decía cuál era la razón de su mal… pero total, no estaba aquí con Gloria para recordárselo. No entendía. De la misma forma que no entendía por qué hasta el día de hoy no se podía brindar al terminar un plato de comida sin terminar en quejas. Hablando del hoy… ¿Qué día era hoy? Captar el tiempo le resultaba difícil a Gloria; tenía una noción ligera que giraba en torno a ciertas garantías: el programa de doctor Normando y la milagrosa naturopatía en el canal 8, las visitas ocasionales de María cuando la llevaba a sus citas médicas y las fiestas de la Sanse. Pero, fuera de eso, anoche pudo haber sido pasado antier y el anclaje de “¿Hace cuánto fue que…” pudiera estar en el mañana escondido? Pero… ¿y hoy?
¿Qué tiene hoy?
Hoy a las nueve estaría el doctor Normando en el canal 8 para hablar sobre la experiencia recordada en la carne y cómo había creado una pastilla natural para tratar este fenómeno. Antes, en un día como hoy le hubiera encantado recibir visita. Té en mano y empapada en conversación refinada, pasarían a su sala, ornamentada con pequeños querubines de porcelana, platos coleccionables de momentos históricos de Puerto Rico y muebles antiguos de pajilla entrelazada. Los cojines estaban, por supuesto, envueltos en plástico. La capa de polvo que, como condena solemne, pesa sobre la sala y los querubines en sus espectros vigilantes, transformándola en un purgatorio solitario que no había sido penetrado en años. Un solo crucifijo en la pared norte de la sala era testigo único del abandono. Lo único que no tenía oportunidad para ser consumido por el olvido era la mediana bandeja que cargaba con todas las píldoras y suplementos naturales que Gloria tomaba. La carátula de las pastillas, además de tener el nombre impronunciable para cualquiera que no fuese doctor, portaba la cara del doctor Normando, naturópata y negociante, que había encontrado la cura a los males del cuerpo en recetas naturales y píldoras milagrosas. Siempre sonaba como un coro de maracas por todas las pastillas y creaban una efervescencia natural desagradable. Estas cosas se le pasaban por desapercibido a Gloria. María siempre le decía que iba a pasar un día a limpiarlo todo, pero luego de tener todo preparado, se paralizaba al tomar los marcos de fotos en sus manos. Luego de un segundo, guardaba todo y se despedía de Gloria. Pasaban unos días hasta que Gloria agarrara su teléfono apresurado para contrale del dolor de su cuello o de qué obscenidades estaban gritando los vecinos mientras Gloria espiaba. – ¿Quién te manda a escuchar eso? –le preguntaba María. Ella no entendía, nunca entendería lo que era estar allí, en el Apartamento C3, rodeada por nada excepto espectros efímeros de memoria y retumbos de una vida ajena que, adoptando la forma de dolores, castigaba su cuerpo. Hoy era el cuello, ayer fue la espalda, mañana si tenía suerte, serían las piernas. Gloria nunca llegó a entender el lloriqueo de María. Siempre le dio todo lo que necesitaba. María, que no ha vivido la vida de Gloria. María, que no entiende lo mucho que todo le duele a Gloria. María, que tuvo otros dos hermanos que la acompañaban.
Pero… ya, basta con María. Ella no contaba como visita, y para la visita, Gloria pudiera describir en detalle los trajes finos que la primera alcaldesa de San Juan portaba, obsesionándose con comparaciones de medidas y en descripciones que rayaban en lo absoluto. Incluso, a veces se encontraba practicando la conversación para cuando alguien pasara (nunca pasaba, pero uno nunca sabe). Pudiera hasta sacar una cinta métrica del segundo baño que rodeaba la cocina que había convertido en almacén impromptu para comparar partiduras, longitudes de piernas, espaldas, o senos. En fin, todo para proclamar que el suyo fue mejor. Ella conocía de estas cosas. Esta habilidad descriptiva la conservaba de sus días de crítica de comida, pero a Gloria no le gustaba pensar en ese pasado. Era lo único que tenía claro que le pertenece al ataño y al polvo; sus papilas gustativas no le dejaban olvidar. Hoy no era un día de visitas. Hoy era como todos los días que habían pasado. Igual que todos los que vendrán. El mismo dolor de cuello que la mantenía paralizada en su silla por horas viendo televisión, la misma gritaera de los turistas que venían en cruceros y su boca… su pobre boca no olvidaba el horror. ¡Tenía que llamar a María! Ay, qué mucho le molesta todo el cuerpo. Su dolor venía desde profundo, y solamente Gloria conocía su agudeza. Había un mal, un veneno, por llamarlo así, en el cuerpo de Gloria que tomó raíz por su lengua hace muchos años. Ella, tan refinada y digna. Ella que conocía el flamenco, las joyas y la élite culinaria. Ella que había sido olvidada. ¿Dónde estaba la mantequilla otra vez? No recordaba cuando tomó un plato de la cocina y se sirvió una lasca de pan seco. ¿Dónde estaba María? Ah, así es. En la graduación de su nieto; el nieto de Gloria. María no tenía edad para nietos. Solamente era madre y antes de eso fue hija.
¿Hija de quién?
Gloria desprendió el teléfono de la pared y sus frágiles dedos, estalagmitas de piel trazaron el número de María. Hoy no era ni lunes, ni miércoles, ni día festivo.
CLACK
El reloj de la pared dio las nueve. Su chirrido sacudió el estacionario apartamento, rebotando por todas las losetas travertino de patrón blanco y negro. Era hora del programa de Normando en el canal 8. Ojalá fuese el timbre de la puerta… ay, y si era un hombre guapo, que las vibraciones del timbre retumbaran por todas las paredes hasta llegar al pecho de la ansiosa Gloria. Desplazándose hasta la puerta, el mundo pasó a segundo plano y el sonido, tornándose mudo en búsqueda del latiente corazón al otro lado de la puerta. Luego de un suave rapado en la madera, escucharía:
–Aló, ¿quién está ahí?
–Soy yo, Gloria de Jesús. ¿A quién buscas? En este edificio viven otras dos Glorias, y cada una es más linda que la otra.
–Y, ¿cuál eres tú?
Qué macho más coqueto, es todo un sinvergüenza. Con hombros anchos que llevan a su busto, pincelado con canas grises que dan una sazón de experiencia a la apuesta cara. Sabía que era el doctor Normando, que, aunque fuese un hombre casado, Gloria no podía rechazar su atención. Gloria no se atrevía a mirar por la mirilla de la puerta y ceder al deseo. Entonces, deslizándose a la sala, toma el teléfono en mano. Esperaba el ring, ring, ring, de su otro novio. Este llamaba para buscarla y sacarla de aquí.
–¿Así como estoy?
–Sí. Ve bajando, que te busco ahora.
Pero no había una voz en el receptor. Ni un cuerpo caliente en su felpudo. Tal vez, estarían en la cocina esperándola. Gloria los recibiría con una verdadera cena, abriendo el horno y sacando un pavo perfectamente ahumado, con crujiente olor y sin el sabor que la perseguía. –¿Me sirven una copa? –Gloria les preguntaría, guiñando a la experta selección de vino. Entonces, cortaría la primera rebanada de la carne, un filete para la invitada de honor: una hija. Quizás la suya, pero de alguien tiene que ser. Su cara disuelta e irresoluta sobre su pequeño cuerpo de muñeca de cerámica. La fantasía no le daba para reconocer su cara.
Entonces, dieron las 9:04 y el reloj, continuó gritando, hasta que tomó forma en una furia amarilla y verde, entrando por su ventana y restregándose por el techo del apartamento en un vuelo desesperado. La incorpórea voz gritaba: HIERBAS CULTIVADAS AL TOPE DE MACHU PICHU LLEGAN A USTED EN FORMA DE UNA MILAGROSA PÍLDORA. GAAAAAAH. LA PÍLDORA DESTRUYE ENZIMAS DE CÁNCER EN SU CUERPO. GAAAAAAAAAAH. SOLAMENTE CINCO PAGOS DE VENTICINCO NOVENTINUEVE MENSUALES. GAAAAAAAH. SON LAS NUEVE, SON LAS NUEVE. Gloria se lanzó sobre el suelo, huyendo de la cotorra intrusa. Desde su cuarto, podía escuchar la voz de su doctor dándole la bienvenida a su audiencia. La cotorra gritaba una discordante mímesis: GAAHHHHHHH. EL CUERPO RECUERDA TRAUMAS QUE ENVENENAN. GAAAHHHHHHH. Bajo el pánico y los gritos, Gloria olvidó su finura y se lanzó sobre las cajas en la sala, corriendo para escabullirse al cuarto. Si el pájaro se enreda en el pelo y todos lo ven, Gloria simplemente caería muerta, la humillación reclamando su última víctima en la historia de la humanidad. Gloria había sobrevivido varias muertes, pequeñas muertes, pero nunca tuvo un pánico como el de hoy. La cotorra se seguía zambullendo sobre el cuerpo de la dama, gritando estadísticas de nutrición y ofertas de cremas contra la vejez. Si María solamente estuviera aquí, si María viera esto. ¿Dónde estaba ella? ¿Dónde está ella? Son las nueve de la mañana, no es una hora para sentir miedo. Hoy el doctor Normando hablaba en el canal 8 sobre sus teorías de cómo curar el cáncer, la gastritis, la diabetes. ¿Sabes quién fue el primer doctor en encontrar lo divino en la carne? Decía que la conciencia se veía atado a nuestras experiencias sensoriales, que nuestra alma, hecha divina por el Creador, seguía atada al frágil cuerpo. El cuerpo que era contaminado por comida moderna y creencias falsas. Solamente, tomando sus productos naturales y siguiendo la dieta de papas y zanahorias podías ser joven otra vez. –¿QUIÉRES SER JOVEN OTRA VEZ? –le gritaba la cotorra. ¿TE COMISTE LAS PAPAS Y ZANAHORIAS? GAHHHHHHHHHHHH, SON LAS NUEVE. En su paso cegado, Gloria tiró una caja al piso. Docenas de píldoras milagrosas salieron rodando por el suelo. Si tan solo parara de gritar. Gloria alzaba su vista, en genuflexión al televisor, donde la estática baila, podía notar la cara de su amado doctor. Su voz, tomada por la criatura y burlaba, sentía como la mueca apuñalaba su carne interna. Gloria miraba la boca de su doctor, buscando la sublevación de sus labios contra el caos que ella escuchaba, pero solamente encontró los gritos del pájaro emergiendo de su boca. –GAAAAAAAH. GAAAAAAAAAAAH. NUESTRA INVITADA, GLORIA GAAAAAAH NO QUIERE TOMARSE SU MEDICINA. GLORIA NO QUIERE TOMAR SU MEDICINA–.
Cállate. Cállate. Cállate. Sentía el dolor de cabeza crecer, un caldero desatendido amenazando desbordar el caldo que hervía. Hoy no era el día para esto. Sus ojos le dolían demasiado, y su cuello necesitaba descansar. ¿Había tomado su medicina? Las lagunas de tóxicos, invisibles al ojo, hirvieron de la agitación y Gloria tuvo que tomar su medicina. La voz de la cotorra mentía y Gloria dio sus últimas fuerzas y tomó una palmada de las pastillas milagrosas, mordiéndolas y, hasta, llevándose su lengua con todo. En ese momento final de conciencia cuando el sonido desapareció y sus ojos comenzaron a sentirse pesados descubrió un nuevo sabor; el último que probaría, ya que solamente pudo dar cinco pasos sobre las losetas negras hasta llegar a su cama donde cayó como copito de nieve a las manos de un niño sanjuanero y dormiría, por fin, rodeada de su cuna barroca. Sus escabullidos pensamientos, buscando a qué sostenerse llegaron a la raíz de este nuevo y único sabor; el último que llegaría a reconocer y moriría, con el retorno de su don y la sublime descripción aun húmeda en sus labios. La cotorra termina su vuelo sobre la ornamentada cabecera de la cama, silenciando su grito. Los animales son seres empáticos. Ver el cuerpo crucificado por languidez despertó un sentido profundo de duda y un pensamiento privado, quizás el primer ejercicio de conciencia de su especie:
¿Qué historia contará la carne de ella?
Y, entonces, la cotorra sintió hambre, por primera vez.
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