Misión fallida en Pompeya

Akari Sustache Baéz
Departamento de Psicología
Facultad de Ciencias Sociales, UPR RP

Recibido: 20/09/2023; Aceptado: 18/12/2023  

 

En una fría mañana del planeta gris Elerium, la nave E-43 emprendió su expedición hacia la Tierra. La misión, dirigida por el capitán Kaier, tenía el propósito de implantar un dispositivo exploratorio atmosférico en el área montañosa de Roma. Según las misiones recientes, dicha ciudad era el epítome de la civilización moderna en la Tierra. Por este motivo, el Departamento de Investigación Interplanetaria había decidido enviar a dos agentes altamente educados en la cultura terrícola como agentes encubiertos para la misión. La fecha, según el calendario terrícola, era el año 79 después del nacimiento de una figura llamada Cristo. Sin embargo, lo que concernía al capitán Kaier en aquellos momentos, mientras la nave atravesaba la Vía Láctea a la velocidad de la luz, era el presentimiento de que la misión estaba fuera de su control.  

Atrás en la cabina de la nave, los agentes Valera y Sirko se miraban fijamente. Valera sabía exactamente como el miedo corría por las venas de Sirko, pues de la misma manera corría por las suyas. Sabía que la atmósfera de Elerium pronto se volvería inhabitable y necesitaban recopilar toda la información posible para clonar la atmósfera terrícola. En un abrir y cerrar de ojos, la nave atravesó la exosfera y aterrizó cerca del monte Vesubio en la región romana. El capitán se despidió, prometiendo que en tres semanas regresaría para la extracción. Luego recalcó el protocolo indispensable de toda infiltración interplanetaria. 

–Asimilación total de la cultura local, no revelar identidad y, sobre todo, bajo ninguna circunstancia interferir con los procesos políticos, sociales o ambientales. Si esto sucede, la misión se va por la borda y se quedarán varados en la Tierra por el resto de sus vidas. ¿Entendido? 

Valera y Sirko asintieron y, tres días después, habiendo instalado una pequeña base científica, determinaron prudente conocer la civilización terrícola. A poca distancia del monte Vesubio quedaba una ciudad conocida como Pompeya, óptima para realizar observación social. Antes de aparecer en público, se colocaron sus máscaras y se ataviaron con pelucas, pues los Elerios carecían de vello corporal. Así también disimulaban la forma de sus cráneos.  

Durante los próximos días, establecieron una rutina de tomar las mañanas para registro de datos y las tardes para ir a Pompeya. A pesar de ser agentes de alto calibre, se les hacía difícil ocultar la emoción de observar el entorno humano en carne propia, lleno de comercio bullicioso. Un día decidieron explorar un tanto más y llegaron hasta la costa. Valera hundió sus pies en la arena, completamente absorta en el horizonte.  

–¿Hace cuánto tiempo no se ve un cielo tan azul en Elerium? –preguntó Valera, recordando los cielos grises de su planeta.
–Desde que mis abuelos eran niños –intentó recordar Sirko. 
–Te confieso que no me dolería quedarme aquí. 
–¿De veras? Pues, si algo fracasa y no volvemos a casa, tampoco me molestaría quedarme aquí contigo. 

Ella lo miró sonriendo. Él también la miraba, apenas comprendiendo el éxtasis de estar en aquel planeta, embriagando sus sentidos con una belleza jamás conocida.  

De repente, sintieron la tierra estremecerse bajo sus cuerpos. Inmediatamente corrieron a la base de observación. Notaron que se había registrado un temblor de tierra moderado y permanecieron intranquilos hasta que cayeron rendidos a merced del sueño. La naturaleza aparentaba estar en silencio durante la madrugada, hasta que otro temblor súbito estremeció la tierra. Entonces comenzaron a preocuparse. Al visitar la ciudad, observaron que las personas actuaban a su modo usual. Un anciano les dijo que no debían alterarse, pues era un fenómeno que sucedía de vez en cuando. Intentaron aplacarse, pero por la tarde sintieron un tercer temblor. Decidieron que era necesario hacer un análisis exhaustivo de las condiciones de la superficie y medir la temperatura geotérmica.  

Luego de una tarde de aplicar distintas pruebas para hallar las causas del fenómeno, dirigieron sus miradas hacia el monte Vesubio. 

–Es un volcán activo… –habló Sirko. 

Valera redirigió su mirada a los ojos de Sirko y dijo lo que ambos ya sabían.  

–Y va a explotar. 

Precisamente en tres días, indicaban los cálculos de sus dispositivos.  

Esto ponía en juego toda la misión. Si no escapaban, morirían con la explosión. Sin embargo, el mayor conflicto era que, según sus predicciones, el caos volcánico arrasaría Pompeya. En sus manos se encontraba el poder de advertirle a los ciudadanos de la hecatombe por venir y así salvar sus vidas, pero esto violaba totalmente las reglas de la infiltración.  

Pasaron toda la noche sin dormir, pesando aquel debate moral, hasta que Valera expresó lo que su conciencia no le permitía callar. 

–Esta tierra no será mi hogar ni mi responsabilidad… pero jamás podría perdonarme por dejarlos morir, sabiendo que podría haber salvado miles de vidas. ¡Qué importa si rompemos el protocolo de infiltración! ¡Tenemos un volcán de frente y va a explotar en tres días! 

Sirko la miró en silencio. Acto seguido, prosiguió a ponerse su disfraz y a dirigirse hacia Pompeya.  

–¡Sirko! ¿A dónde vas?
–A romper el protocolo.  

Sonriendo, Valera se apresuró a disfrazarse y corrió tras él. Al llegar a la cuidad, recién amanecía y las calles comenzaban a llenarse. Se acercaron a la plaza y juntos se treparon sobre la base de un monumento. Varias personas comenzaron a mirarlos. Valera respiró hondo y alzó su voz tan alto como permitió su garganta. 

–¡Ciudadanos de Pompeya! El caos está por venir… El monte Vesubio hará erupción pasado mañana y quienes no huyan, morirán.  

Ante las palabras de Valera, un círculo hostil se había formado en torno a los extraterrestres.
–¡Calla, extranjera! –gritó un mercader.
–¡Escuchen nuestras palabras y sálvense! Todavía están a tiempo–imploró Sirko.
–¡Están locos! –exclamó otro individuo.
–¡Más que eso, son hechiceros! –decidió una señora. –¿A qué dioses sirven?
–No somos hechiceros de ninguno de sus dioses. Venimos de lejos para anunciarles esto y salvarlos de la muerte segura –intentó explicar Valera.  

Esta respuesta no complació a la masa de personas, que crecía como levadura ante la conmoción.   
–¡Hablan contra nuestros dioses! Quieren atemorizarnos para conquistar nuestra ciudad –declaró la señora. 

Valera y Sirko intentaron explicarse inútilmente, hasta que el pueblo enfurecido se tornó violento. Comenzaron a arrojarles piedras y un hombre haló las vestimentas de Valera, arrancando su traje. Otra piedra dio contra el cráneo de Sirko, haciéndolo sangrar color azul.  

De repente, la turba calló. Miraban atónitos a los extraterrestres, quienes trataban de cubrirse. 

–¡Son monstruos! –gritó un niño. 

Entonces la multitud se alzó de nuevo en gritos. ¡MONSTRUOS, MONSTRUOS!, gritaban sin piedad. Eventualmente, un centurión romano llegó a la escena para llevarse a Valera y a Sirko. Este los presentó ante el cónsul, quien ordenó que los despojaran de sus vestiduras. Desnudos, mostrando sus pieles traslúcidas y cráneos amorfos, temblaron de miedo. El cónsul, asqueado y mirándolos con desdén, ordenó al centurión que los encerrara en un calabozo antes de ejecutarlos. De esta manera, terminaron en una celda subterránea donde la luz del sol entraba por pequeños orificios en el techo.  

–Ahora moriremos todos… –lamentó Valera en profunda agonía, mientras Sirko la abrazaba en su propio desconsuelo. 

Allí permanecieron un día entero, hasta que los guardias los liberaron en la mañana del tercer día. Tan pronto los exhibieron a la luz solar, la turba reapareció, sedienta de presenciar una ejecución.  

–¡Ciudadanos de Pompeya! ¡Aquí tienen a sus monstruos! –anunció el cónsul.  

Los guardias prosiguieron a llevarlos hasta una colina, donde los ataron y fijaron a tablones de madera. Ambos sabían lo que habría de suceder: crucifixión. Los guardias instalaron las dos cruces verticalmente. Ahora procedía morir por asfixia.  

La multitud observaba sus cuerpos traslúcidos temblar y tornarse rojos bajo el sol. Los extraterrestres observaban el monte humear y prepararse para explotar.  

–¿Dónde está la muerte segura de la que hablaban, ah? –preguntó un hombre.  
De repente, la tierra comenzó a temblar vigorosamente. Seguido de eso, una explosión se escuchó a la distancia y se elevó una columna de humo negro. La multitud murmuraba ansiosa, hasta que cayó el granizo y corrieron como ganado desenfrenado. Del cielo llovían piedras hirientes que desbarataban los techos. El cielo del mediodía se había tornado gris y los extraterrestres quedaron solos, aún atados a sus cruces. Los guardias que suponían vigilarlos corrieron al presenciar la primera oleada piroclástica. La explosión lanzaba grandes proyectiles en llamas que destruían todo a su paso, incendiando la ciudad. Entre el humo que arropaba todo, Valera y Sirko apenas podían verse. Las cruces habían caído al suelo, pero permanecían atados, incapaces de escapar.  

Arrastrándose, sus pieles traslúcidas sangrando color azul, lograron acercarse uno al otro. Sabían que estos eran sus últimos momentos y quisieron decirse algo poético antes de morir. Sin embargo, escucharon el zumbido del proyectil que se aproximaba. En un segundo serían mártires de sus buenas intenciones, sus recuerdos convertidos en cenizas. Sirko miró el cuerpo irreconocible de Valera y le regaló sus últimas palabras de consuelo: 

–Lo intentamos… 


Posted on December 23, 2023 .