ARISTIZÁBAL

Franchelys Martínez Cuadrado 
Departamento de Literatura Comparada 
Facultad de Humanidades, UPR RP 

Recibido: 26/02/2024; Revisado: 21/05/2024; Aceptado: 28/05/2024

El Guillón de Mendosa nace en el ventisquero central de una de las sierras más grandes de la península ibérica, al noroeste del Sistema Central, con corrientes de agua a temperaturas frías que viajan todo el año por los canales que recorren la cordillera y sus montañosos recovecos. Estas corrientes atraviesan las unidades de relieve más antiguas de la historia, que ocupan casi toda la superficie, con una altura media de casi 600 metros sobre el nivel del mar. Uno de los cuerpos de agua más grandes de esta región posee unas dimensiones espeluznantes, y es también el protagonista de las fotografías en las postales de los viajeros y el conducto principal para el transporte de comercio dentro de la cordillera.   

Una maravilla de río, a veces tomado por el lago que nunca les hizo falta a los ibéricos, ni siquiera en los primeros años de establecidos. Por lo que cuentan los libros de historia, la gente de este pueblo declaró que el agua del Guillón de Mendosa es “espiritualmente venerable”. Una consagración unió a todas las comunidades en el Tratado de Doncellas; un acuerdo que prohibía la profanación del uso de las aguas del río y su consumo como antídoto rejuvenecedor o sanador. Lo que para mi absorta lectura pareció un chiste de mal gusto, para el autor de este libro era, sin duda alguna, un hecho revisado. Y mientras El Guillón de Mendosa se hacía cada vez menos visible tras el camino que se dejaba atrás, Olivero Rollán de Mendosa lo bautizaba con su apellido para no olvidar porqué, con aparente certeza, quedó el agua de este río intocable bajo su crédito.   

Y es que este sacerdote del siglo XVIII había sido perseguido y asesinado por gitanos, amordazado y lanzado al río desde el Puente de Segovia, que fue construido por el arquitecto preferido del rey Felipe II como un obsequio de bodas. El asesinato no fue condenado por su naturaleza, sino como uno de sacrificio decoroso en nombre de la patrimonialidad que endeudaba a las comunidades con la iglesia en esos tiempos. Olivero Rollán de Mendosa no había sido un hombre de palabra, y cuenta una de las miles de leyendas sobre el río que el sacerdote pagaría su pecado mayor al permitirles a los ciudadanos del pueblo que bebieran de las aguas del panteón más grande conocido, para devolverles la pureza que se había robado de muchas jovencitas en vida. Se dice que las aguas del Guillón de Mendosa son sanadoras por la entrega de culpas del sacerdote, pero también rejuvenecedoras por la liberación de las almas de todas las jovencitas y el desgaste de la juventud que alguna vez experimentó el santo no inocente. Años después, se protegen sus aguas para remediar y olvidar los daños provocados, reconociendo que se necesitaban los canales limpios para el transporte de minerales naturales que más tarde serían descubiertos por el reinado de Fernando VII, quien mandó extraer uno por uno para construir la magistral fontana en el redondel de la Fortaleza Aristizábal. La misma que se levantaba como una inmensa torre de hierro frente a mis ojos.   

La Universidad Autónoma Visgótica organizaba su tercer internado para estudiantes graduados de investigación en la Fortaleza Aristizábal, el antiguo castillo de la última familia real. La fortificación estuvo clausurada durante ochenta años tras la muerte del último monarca, cuyos restos debían descansar bajo de alguno de los pinos que enmarcaban la embocadura del opulento jardín en la entrada, y luego de cinco años después de su renovación estructural, fue declarado como un bien de interés cultural con la categoría de castillo histórico. La provincia amurallada en la que yacía este castillo fue conocida en algún momento como El Pequeño Pueblo de San Aristizábal: un conjunto de localidades donde la familia real, junto a sus parientes y visitantes, se alojaron durante sus años de gobernación, completamente aislados de los pueblerinos. Con el paso de los años, la entrada al pueblo de Aristizábal se había convertido en una mera atracción turística, reconociendo el bien que la propaganda de la actividad le había traído a la economía del pueblo.   

Sin embargo, el acceso al castillo siempre estuvo limitado, incluso para las familias más adineradas de los pueblos norteños. Esto, a la vez, limitaba la posibilidad de realizar negocios con el extranjero, subastar la propiedad por una cantidad de dinero que doblase su valor propio, o hasta intercambiar bienes culturales con otros pueblos vecinos. Se dice que, entre las paredes de la Fortaleza Aristizábal, se esconden algunas de las Nueve Reliquias de Atavismo, las cuales habían estado desaparecidas desde el reinado de Fernando VII. Sé también que el Centro de Cultura Nacional dice lo que quiere decir acerca de este lugar, y que no querrían admitir por qué algunos lugares del castillo aún siguen con el acceso prohibido, aunque sean ellos mismos los indicadores.     

Dicen también que se escuchan lamentos, quejidos, llanto y aullidos de dolor por los interminables y amplios pasillos de vuelta redonda del castillo; un lugar que debería pensarse bien en si acercarse mucho a la puerta o no, pues una vez estás dentro, la Fortaleza Aristizábal se encargará de jamás dejarte salir.  

La llegada al castillo fue tan sobria como los egresados describieron tras su experiencia. La furgoneta de dos puertas corredizas negras y con ventanales ahumados que compartí con dos chicas más, nos dejó a los pies de una gran escalinata de piedra pulida que se levantaba sobre mi altura y no me alcanzaba para ver la primera entrada hacia el castillo. Atrás dejábamos la fuente que enmarcaba el redondel pavimentado, redecorado en sus extremos por el jardín, y me di cuenta de que éramos de las últimas en la fila automovilística de entregas. Aunque salí primero que las dos chicas, éstas también se marcharon apresuradas hacia el vestíbulo como dos colegialas de primer año, dejando tras su paso un silencio abrumador. La brisa del atardecer no tardó en abrirse paso entre mis piernas expuestas que, para estar a mediados de septiembre, era muy pronto para que el otoño comenzara a confundirse con el invierno.   

El conductor arrancó cuando bajé mi maletín del interior, sin tan siquiera esperar a que la puerta se cerrara correctamente, y el recibimiento pasó de la sobriedad al desabrimiento. Ni una sola ave planeaba en vuelo sobre el agrisado cielo, sereno y despejado, y tampoco llegaban a escucharse las corrientes de agua del Guillón de Mendosa a esta distancia.  

La provincia de Aristizábal se caracterizaba por su cercanía al río, lo que aún facilitaba su accesibilidad, y porque el sol nunca apuntaba en esta dirección. Por esta razón, el pueblo siempre lucía sombrío y la niebla se asentaba sobre él como si la torre más alta del castillo mantuviera una relación secreta con las nubes. La quietud arremetió contra las sensaciones extrañas que transmitía la llenura del castillo, levantándose frente a la mirada con preponderancia. Un lugar tan grande, antiguo y lóbrego no podía ofrecer nada bueno ni meramente con propósitos educativos. Los nuevos estudiantes que realizarían sus investigaciones sobre asuntos de la Fortaleza Aristizábal no estábamos aquí por ningún otro motivo. Y yo, como estudiante graduada de la Facultad de Historia, estaba aquí en búsqueda de concluir la investigación que se convertiría en mi tarjeta de identificación personal. Ya había recorrido los lugares donde creí haber encontrado la información que necesitaba. La recolecté, la estudié por mucho tiempo y la analicé hasta que sus instrucciones me trajeron hasta las puertas del castillo más recóndito. Si era así, debían estar protegiendo algo oculto.    

Y cuando encontrara a la gran bestia legendaria que sé que alguna vez residió aquí, bajo la posesión del último reinado, me convertiría en la primera historiadora de la península ibérica en descubrirla. Una buena corazonada me mantenía confiada, manifestando la ubicación del lugar exacto donde sus restos descansaban. Sólo tenía que averiguarlo.    

Al llegar a la habitación que se convertiría en mi nuevo alojamiento por los próximos seis meses, noté mi apellido plasmado sobre una tipografía que, con una cinta de destellos dorados, cobijaba un uniforme de bienvenida bien puesto sobre una de las camas. Tres grandes ventanales encabezaban las respectivas camas, enmarcadas por paredes de madera oscura reforzada con paramentos, columnas y zócalos del mismo color. La tenuidad de la luz que entraba por los ventanales apuntaba a las aburridas sábanas blancas que vestían las camas, todas acompañadas por una mesita de noche con una lámpara enana en el extremo derecho. Lo que debía lucir como el dormitorio de tres jóvenes adultos en un internado investigativo parecía más como una sala de muertos en un sanatorio gótico.   

Aunque la cama que había sido seleccionada para mí fue la del extremo derecho, decidí adueñarme de la opuesta, y coloqué mi maletín sobre el colchón. El interior del castillo estaba bastante cálido como para seguir llevando mi gabardina de cuero negro, y mientras me desprendía de ella, noté la vista que ofrecía esta ubicación del castillo. La extensión de las áreas verdes en la Fortaleza Aristizábal superaba los viñedos de las haciendas de los pueblos norteños. Una vasta llanura verde brillante parecía ser lo único con vida que aguardaba en el castillo. El Guillón de Mendosa se asomaba casi en la puesta del sol, la ciudad De Mirabel se divisaba en la lejanía y el movimiento brusco del cuerpo de un individuo, cerca de los alrededores del castillo, desvió mi atención mientras recién terminaba de blandir una espada alemana de doble filo.   

Al asomarme por la ventana, vi a un guardia de seguridad descamisado, probablemente en descanso de turno, que estaba enarbolando una espada medieval en el aire con movimientos fuertes y hebrosos. 

Su robusta espalda, brillantemente blanca y sudorosa, me invitaba a querer conocer al portador de semejante musculatura. Los pantalones de un azul mezclilla, remangados a los tobillos para evitar pisarlos, caían como anillos en sus caderas. La fatiga de su respiración, a sabiendas por un pecho latente y ascendiente de un abdomen estrictamente tonificado, me dio la impresión de que llevaba tiempo entrenando. Me acerqué un poco más a la ventana, intentando alcanzar el rostro enmarcado por una cabellera corta, negra y lisa, pero mi movimiento debió llamar a su intuición para avisarle que estaba siendo observado cuando miró por encima del hombro y se volteó en mi dirección.   

Me alejé de la cristalera de un salto, no enteramente segura de si él me había pillado o no. El calor se vigorizó dentro de la habitación y decidí quitarme el suéter que traía puesto sobre una camiseta sencilla con la que decidí quedarme para andar fresca solamente hasta la cena de bienvenida. Para este evento, debíamos portar la ropa obsequiada.   

—Bienvenida, Srta. Carattini. —La insolencia de la repentina compañía me estremeció cuando salté para encontrarme con la visita. Pero de pronto, la intensidad de su semblante me puso los pelos de punta y quise volver a mirar por la ventana.  
—¿Cómo ha ido su llegada al castillo?

Un portero uniformado con una chaqueta negra formal a juego con los pantalones esperaba pacientemente por mi respuesta. Me miró fijamente, sus manos cruzadas frente a su torso. 

—Bien —respondí a medias, pesando en si elaborar conversación con el sujeto que debió recibirme en la puerta y no en mi habitación—. Me preguntaba si tendría compañeras de habitación. 

—Lamento informarle que fue de las últimas solicitudes tramitadas durante el proceso de admisión, por lo que han sobrado más camas vacantes que señoritas interesadas en investigarnos como usted. De pronto, me temo que será sólo usted en esta habitación. 
—¿Vives aquí?   

El portero permaneció cuestionablemente quieto. Luego desvió la mirada a los artículos que se asomaban desde mi maletín encima de la cama.   

—¿Franz Kafka? —preguntó mientras se acercó en tres pasos resonantes sobre el suelo que crujió bajo su peso. Agarró La metamorfosis, que sobresalía del interior del maletín, y lo sostuvo con una mano delgada y ensortijada. No pude retroceder mucho para protegerme, pero sí observar su embellecido rostro con más detalle—. Prefiero a Gustave Flaubert.   

—No son contemporáneos.   
—De hecho —El portero levantó su mirada, ahora muy cerca de mí. En ese instante, pude identificar una cierta familiaridad en las facciones de su rostro—, sí lo son. Kafka comenzó a escribir gracias a él.   
—Kafka lo leía y admiraba, pero ambos tienen su propio estilo de escritura.   
—¿Y usted? —Soltó el libro y, si fue posible, se acercó un paso más—. ¿Ya sabe cómo va a emplear su estilo para escribir sobre mí?   
—¿Quién eres? —le pregunté, cautelosa, intentando tomar una distancia que él limitaba. 
—El ujier del recibidor. Estuve esperándote toda la mañana.  
—¿Por qué entraste en mi habitación?  
—Conoces lo que dicen de Aristizábal. Si las paredes escuchan, las puertas se mueven. Y nunca deberías abrir a nadie que llame más de tres veces.   
—¿Cuál es tu nombre? —Mi voz perdió firmeza cuando me encontré a mí misma acorralada contra el ventanal, donde el sol había desaparecido y la habitación se había sumergido en una repentina oscuridad. La misma que emitía la intensidad de sus ojos negros.  
—Está entre tus apuntes. Vuélvelos a leer, Rondelle.   
—¿Dónde estás?   
—No te lo voy a dejar tan fácil. Búscame en la cena y conocerás la primera pista.  

El portero, del cual desconocía el nombre, pero podía suponerlo ahora que él me lo había sugerido, no debía ser sólo “el portero”. Este hombre se separó de mí para darse la vuelta y dirigirse a la puerta cuando la habitación volvió a iluminarse con los remanentes del atardecer. Me fijé que se había llevado La metamorfosis, pero no me cuestioné si esa hubiera sido la razón para volvernos a encontrar.    

—¿Dominique? —Lo intenté y el sujeto se detuvo justo frente a la puerta.   
—¿Sí?   

Me tomé un segundo para respirar hondo, pues hasta entonces recién me fijaba en la traición de mis nervios ahora que Dominique se iba y yo me quedaba con la vorágine de incongruencias en mi cabeza.   

—¿Sabías que vendría?  

Dominique tardó un instante en responder. El rostro que ahora tomaba identidad era el mismo que no alcancé ver desde mi ventana. Además, era el mismo rostro de la criatura que yo estaría investigando durante los próximos seis meses de mi internado. 

El Monstruo del Guillón de Mendosa.  
—Te he reconocido desde la primera vez que nos conocimos.    


Posted on May 30, 2024 .