Emiliano Mejías Sánchez
Departamento de Drama
Departamento de Historia
Facultad de Humanidades
Cuando llovía y las aguas se desbordaban por las calles, nos sentábamos en las cunetas dándole la espalda a la corriente. Doblábamos “los cuellos” hacia atrás hasta lograr que el agua nos pasara por encima de la cabeza. A veces –incluso– abríamos la boca para tragar buches de agua sucia. Después, con el permiso de mami, le echábamos Vel a las losetas del balcón y las mojábamos con baldes de agua. Nos doblábamos los pantalones para dejar al descubierto las rodillas. Corríamos hasta caer en cuclillas y resbalábamos por el piso. Luego que escampaba, nos quedábamos con las ropas ensopadas de agua. Nunca queríamos secarnos con las toallas que mami nos traía. Como no se nos permitía entrar mojados a la casa, veíamos Jumanji desde la puerta. Yo juntaba y acercaba mis puños a mi barbilla y escuchaba mis dientes chocando cuando la boca me temblaba. Me quedaba dormido sobre la baranda y luego me levantaba en calzoncillos sobre mi cama. Esos eran los días en que nunca espiábamos a Sonia, porque los días de lluvias ella no solía correr en bicicleta.
Sonia corría todas las tardes en bicicleta y nosotros la seguíamos. La brisa hacía volar su pelo y su traje veraniego le acentuaba unos pechos sin estrías. Sentíamos que los labios se nos agrietaban porque Sonia creaba una brisa salada al pasar. Como ya conocíamos su ruta, llegábamos al río primero que ella porque sabíamos que allí se encontraría con Gilberto. Era como su juego a escondidas. Siempre dejaba la bicicleta recostada contra un árbol y corría hasta la orilla para verlo. Cuando abandonaba la bicicleta, nos acercábamos, olíamos el asiento y nos moríamos de la risa al reconocer el acostumbrado olor de Aquavelva y el talco que Sonia siempre tenía en la entrepierna.
Entonces veíamos la escena. Gilberto llegaba, la besuqueaba, le hacía cosquillas y la alzaba por las caderas. Cada vez que juntaban y separaban los labios, podíamos ver una línea finita de saliva. Y nos quedábamos embobados y envidiosos. Esperando que Gilberto tomara la iniciativa de extender su mano debajo del traje para entonces irnos corriendo. Cuando les daba con hablar, soltábamos tremendas risotadas para que ellos supieran que estábamos observándolos. Si nos miraban, Mauwi les daba la espalda y simulaba besarse con alguien extendiendo sus brazos hasta tocarse la espalda. Cuando el deseo entre ellos se apaciguaba por culpa de nuestra presencia, nos fumábamos un cigarrillo y simulábamos beber ron de una caneca. Lo hacíamos para que cada vez que Gilberto nos mirara de reojo, nos viera en una actitud brutalmente masculina.
Gilberto había crecido. Nos habíamos acostumbrado a verlo flaco y solitario. Pero después de alistarse en la milicia, se convirtió en un hombre voluptuoso y seguro de sí mismo. Nos ignoraba cuando los molestábamos. Nos hacía sentir que no estábamos allí, que no éramos importantes y que no existíamos. Pero siempre estábamos, a lo lejos o cerca, en un banquito o sentados en la acera haciendo ruido como las cacatúas. Algunas veces, por alguna estúpida razón, discutíamos entre nosotros y nos enredábamos a pelear. Mauwi era el mayor y el más fuerte de nosotros y era el que siempre resolvía las cosas con los puños. Nos dábamos en la cara, nos jalábamos los pelos y nos escupíamos. Gilberto tenía que llegar hasta donde nosotros para separarnos. Una vez nos llevó a comprar dulces para que nos reconciliáramos. Sonia se enojaba con nosotros. Gilberto le echaba el brazo al hombro e intentaba alegrarla. Pero Sonia se desganaba y nos miraba con odio, con pena, porque –sin quererlo– nos deseaba un depravado futuro.
Después que activaron a Gilberto para la guerra, dejamos de ver a Sonia por las calles. Llegó un momento en que habíamos olvidado su existencia porque empezamos a entretenernos con otras cosas. Ya no esperábamos a que saliera porque ya no nos causaba el mismo entretenimiento si no estaba Gilberto con ella. Ella también nos olvidó. Gastábamos demasiado tiempo estando en guerra con un grupo nuevo de muchachos: nenitos que ya tenían la edad apropiada para andar con tenis en las calles.
No sé en qué momento escuché que Gilberto había muerto en la guerra. Lo escuché pero no lo había asumido hasta pa’l de años después. Quizás porque había olvidado de quién era Gilberto. Cuando volví a ver a Sonia salir en bicicleta y con otro muchacho, me di cuenta que Gilberto, ciertamente, había muerto hace mucho tiempo. Por alguna extraña razón me dio resentimiento y, en un cargo de conciencia, decidí escribirle una postal a Sonia como si fuera de parte de Gilberto. Una postal que fuera de esas postales extraviadas que llegaban después de un buen tiempo. En ella le contaba cómo me iba por allá y preguntaba cómo estaban las cosas por acá. También, por eso de compartir un recuerdo, le contaba sobre el día en que Mauwi se orinó los pantalones después de haber bailado una balada con ella. Quería imaginármela viéndola reír al leer este recuerdo. En su presente, fue un momento horrible cuando descubrió que su traje estaba empapado de orina, pero con el pasar del tiempo, esos recuerdos se vuelven agradables y hasta chistosos.
Quizás, después de mi postal, a lo mejor, al recordar lo pilimierda que Mauwi siempre ha sido, terminaría de salir con él.
Revista [IN]Genios, Volumen 2, Número 1 (septiembre, 2015).
ISSN#: 2324-2747
Universidad de Puerto Rico, Río Piedras
© 2015, Copyright. Todos los derechos están reservados.