José Gabriel Figueroa Carle [Gaby Carle]
Escritura Creativa, Programa en Estudios Interdisciplinarios
Facultad de Humanidades
Estos cabrones de Quebradillas tienen un problema serio con estar donde dicen que van a estar a la hora que acordaron ni tres horas antes. Eres puntual—bueno, llegas como a las nueve y pico cuando dijeron a las ocho y media, ¡pero esto es Puerto Rico!, el tiempo corre distinto en el Caribe, y el verano sin fin hace que los meses se derritan en una plasta de días parecidos, virados. Y sólo van a fumar y más nada, ¿por qué se les hace tan difícil quedarse en un mismo sitio y fumar media zeta como buenos mafuteros? Dicen hoy en el Teatro—justo antes de que los presentes den dos pesos para el fili, por eso será que olviden de la hora acordada—que el Culón (su verdadero nombre es Bobby, pero te satisfaces más refiriéndose a él como el nalgón más enjamonado de Sociales) es un cleptómano con más extremidades que un pulpo—crece sus tentáculos a los cuatro años, cuando roba un paquete de los mismos condones que compra el padre, y tiene la perspicacia de ponerlos en el biberón de su hermana para que pueda chupar leche con sabor a fresa—y se quiere tumbar dos botellas de vino del Pueblo de Hato Rey. Se va a tirar lo que Curbelo y el Posmo logran el fin de semana anterior: robarse más de cien dólares en vinos chilenos, que resulta ser tan sencillo como velar que nadie esté mirando en lo que meten botella tras botella en el bulto de Curbelo (un sátchel repleto de pins pro legalización que usa desde primer año) ya que el alcohol (por desgracia de la empresa, por bendición a los acolitas de Baco) queda en el blindspot de las cámaras de seguridad. Malditos. Mañana pides que te tumben un desodorante y un oil-free acne wash del Walgreens de la Avenida. Lo más que te atreves a meter al bulto son libros y bolígrafos y wallets de Hot Topic y pantallas de mujer de Macy’s.
Asientes a llegarle al apartamento de Curbelo no por el vino, sino porque la Puta Astuta dice haber conseguido la yerba más exquisita, más parapelos que haya arrebatado suelo boricua. Tanto dulce le recorre las glándulas salivales que siente la necesidad de contarles de la leyenda que el muslón de la UPS le entrega adjunto a la caja de terciopelo dorado, y con las piernas en pose de sirena contemplando el horizonte desde los acantilados—la Puta Astuta siempre ha tenido unas piernas cabronas y es lo primero que notas de él cuando lo conoces, un día rándom montándote en el trolley y ves a la perra montarse con las piernas afeitadas y unos muslos esculpidos y piel de hindú y gafas de heredera entrando al centro de rehabilitación—relata entre jaladas la historia de una yerba tan potente, tan sensacionalmente apestosa que las primeras expediciones del Río Orinoco se divide en dos bandos porque notan en el aire el delicado danzar de un perfume tan espeso, tan cercano al olor del sexo de sus esposas en la Iberia, que corren tras aquel rastro como perros de caza, cercenando los hatos vírgenes, penetrando por pantanos plagados de caimanes y bosques infestados de panteras hasta que, cinco días después, unos siete sobrevivientes se desmayan del delirio al toparse con un puñetazo perfumado que proviene de un puñado de matitas de cannabis, ocultadas del mundo en una pradera pequeñísima, un ojo en el torbellino de las amazonas precolombinas. Eran tan rojas sus hojas y tan doradas sus moñas que les parece una gran flor de maga importada desde Júpiter. Solo un sobreviviente logra reencontrarse con los exploradores, y de milagro ocurre porque lo hallan huyendo de la oscuridad del bosque abrazado de una de las matas—anda con los ojos locos, su armamento de hierro prensado deshilachado y su cuerpo cubierto de mordiscones y rasguños y picadas infectadas (el ojo ha desaparecido en el jamón de su cachete, según las crónicas) —y les pide refugio de las bestias y alimañas que lo atacan atraídos por aquel perfume embriagador. Pero no le logran desenredar la mano de las matas, y duerme con ellas susurrando agradecimientos secretos por haberle traído tanta verdad en sus sueños. Las moñas resultan malditas: de regreso a las Canarias, un huracán cava fondo por el medio del Atlántico, un temporal tan poderoso que todavía no encuentra paralelo en la contemporaneidad, pero el explorador se encierra en su celda con su saquito de buds dorados y las semillitas rojizas, y a pesar de los gritos de la tripulación y la tormenta y el crujir submarino del Kraken—
- ¡Loca, te fuiste en el viaje!—le dices, estirando la mano para que te pase el fili.
- Mala mía—te contesta y muestra su dentadura perfecta—, pues nada, esta semana aprendí que tenemos familia en Marruecos porque me llegó un paquete desde allá a mi nombre y yo pensé: “Jmmm, de Marruecos, más vale que sea yerba”. Y de pura casualidad, cuando lo abro, hay como un pergamino desos con la leyenda que no me dejaste terminar de contar y unas instrucciones para que la media zeta que estaba dentro de una latita de café sea enrolada y fumada esta noche, equinoccio de primavera, por los soldados de los Titicaca, creo que así se llamaban, antes de que las fuerzas imperiales del rey Iztukmambarqueseyoqué venga a deshacerse del heredero.
- ¿Media zeta, cabrón?—dice el Posmo con sus ojos de fiera que acecha.
- ¿Desde Marruecos?—le preguntas.
- ¿Hoy, en una sola noche?—pregunta Curbelo (aunque él está dizque quitado).
- Sí, porque si no pues “las consecuencias serían catastróficas” o algo así. Total, media zeta y me salió gratis. Why not spread the love?
- Dale, yo me tumbo los filis—dice el Culón acomodándose en el piso, sacudiendo del trasero la ceniza del piso del Tea.
- Los podemos enrolar en mi apartamento—dice Curbelo—, si le llegan como a las ocho y media cuando ya haya salido de la universidad.
- Dale, eso me da break para ir a comer en mi apartamento—tú dices (aunque eso es mierda, es que una ponquita de Sagrado dice que quiere que se lo metas hoy después de las seis).
- Perfecto, vamos a hacerlo—dice la Puta Astuta—. Hoy es jueves, ¿verdad?
- Acho, repartimos los filis en el Bori, obligau—añades, pasando el fili.
Con tal sencillez se formula el plan. Pero estos maricones nunca contestan el teléfono y por ponerte a fumar en lo que pasan las horas, se te olvida la estufa y quemas tanto el arroz que lo botas con todo y olla. El de Sagrado pichea porque tiene examen de Química y ahora estos diablos hijuelagranputas no están en el apartamento de Curbelo, y llamas al Posmo sólo para que no te conteste y llamas a su roommate Pangolaman y te dice que están en su apartamento en la Humacao esperando a que llegue la Puta Astuta con la yerba. Los insultas por diablos hijuelagranputas que no avisan cuando cambian sus planes y te dice (tras reírse de tu encojonamiento genuino) que avanzaras antes de que se fueran los filis. Bueno, vuelas bajito por la Muñoz Rivera y cuando llegas, te saludan con la efusividad de un macharrán saludando a un maricón que le cae bien: te gritan ¡Putaaa! y te abrazan y hacen un esfuerzo para agarrarte las nalgas (mientras en cambio haces un esfuerzo para no reciprocar el gesto)—por lo menos no está el papi de Necho ahí con ustedes, que si él te agarrara las nalgas pues le comerías el huevo de una atragantada en lo que le lambes la cara de barbudo huelguista revolucionario. Encima del counter yace un cilindro de metal brillosísimo, tan pulido que el reflejo de la luz te molesta los ojos. ¿Lata de café? preguntas, pero la Puta Astuta te enseña una copia del mamotreto de papeles de herencia que le confieren la media zeta y los pergaminos de la historia de la Flor de Al-Iktuzmambik III —por decreto de su tío abuelo Abdullah Shamar Al-Zalillimanik adjunto se encuentran una traducción rudimentaria al español de otro siglo. Tratas de hacer sentido de lo que aparece ser la maldición del último rey de los Triticocu amazónicos, pero en esas aparece el Culón con dos cajas nuevas de Phillies (todavía tienen el plastiquito de cubierta) y Curbelo con su bulto claqueando con unas cinco botellas de vino.
- Ustedes son unos ángeles, de verdad—les dices, consciente de que eres el único sanjuanero colado entre ellos.
La Puta Astuta comienza su retahíla del mucho cuidado que deben tener con lo que acontece porque esos documentos son reales y muy serios y no quiere problemas con nadie—el Posmo y el Pangolaman se dedican a abrir los filis y echar las tripas en su zafaconcito repleto de gusanos—el Culón descorcha las botellas en lo que Curbelo pasa unas tazas con vino—te sientas a leer las traducciones de los pergaminos, y aparentemente, lo que ha dicho la Puta Astuta aparece ahí en los documentos (antiquísimos, escritos en árabe floreteado en tinta color coágulo de sangre y cubiertos de polvo rojizo) y sigue la leyenda relatando que no hay sobrevivientes en el naufragio, salvo por un barril que aparece en Marruecos unos meses después con un saquito de moñas y el último testimonio del explorador canario (fechado para el 7 de octubre de 1780) en el que relata sus noches de tormento en la jungla feroz y en el que implora con desesperación que nunca, jamás, se siembren las semillas en suelo fértil—
- Bueno, ¿estamos listos?—dice la Puta Astuta al arrebatarte los papeles de la mano.
- Dale, dale, siempre he querido fumar creepy de Marruecos—contesta Pangolaman.
- Vamoallax.
La loca esta se pone a leer lo que suena árabe inventado y masticado—Curbelo le dice que tiene que hacerlo como si estuviera orando y encojonado y a punto de estrellar un avión—mientras coloca su mano izquierda sobre la tapa. Parecen conjuros mágicos y se te alzan los pelos. Las luces del apartamento parpadean y un viento oloroso a sal se cuela por la entrada—cual no tiene sentido porque están en Santa Rita, a lo más que huele es orín de vieja deambulante y mierda de gato en las aceras—la puerta principal se cierra de cantazo cuando la Puta Astuta termina de leer y la tapa se desenrosca sola con una lentitud atroz y libera un vapor espeso color de rosa que guinda cerca de la superficie. Te tiras de rodillas porque el olor es tan meloso que tienes que esconder una erección—notas que los demás andan con las rodillas débiles—huele súper-extra-frutoso, una mezcla fresa-china-limón-mangó, quizás, pero es tan espeso el hedor que pronto asfixia el cuartucho de su apartamento—la Puta Astuta se amarra una bandana negra sobre el rostro, se pone sus gafas negras y nos manda a nuestras estaciones.
Embriagados por aquellas moñas doradas, relucientes, esponjosas, tan escarchadas de cristalitos de THC que parecen frutitas azucaradas, van moña por moña inspeccionando cada centímetro de su superficie, hojeando con un óculo magnificador la matriz rosa que las hojas adquieren como prisma bajo luz directa. Curbelo y tú aguantan la respiración en lo que, con pena en el alma, desintegran las moñas con las manos—¡se sienten como hojas sacadas de matas silvestres de Playa Escondida, qué ricura!—Pangolaman y el Posmo (sus ojos lucen hipnotizados a plenitud) polvorean las hojas de tabaco con las moñitas que desintegras—“Bobby, no le tomes fotos a las moñas”, grita la Puta, “¡ponte a enrolar, gordo cabrón!”—y en dos horas tienen unos noventaisiete filis enrolados para repartir entre las masas.
De camino al Bori, el Culón pregunta por qué no venden los filis y ya. Aunque no es mala la idea, siempre te has inclinado en no aportar en mano de obra a ese mercado subterráneo, piensas que eso va en contra de alguna filosofía personal a la que te apegas cuando comienzas a fumar en la superior, que la yerba es una mata que echa donde sea y que debería ser distribuido a las masas para por fin acallar la ola criminal que mantiene la isla tierra de nadie. Concuerdas cuando la Puta dice que nadie aquí estaría dispuesto a pagar más de mil pesos por uno de estos filis: sencillamente no tienen precio. Miras al Posmo y los dos tienen agua en los ojos; anticipando el section de la vida, saltan agarrados de brazos en su manera weird de tardoadolescentes acostumbrándose al libertinaje. Son las doce y el Bori está lleno lo suficiente como para completar la misión. Incluso, escuchas entre buches de Jack con coco de alguien que anda por el casco de Río Piedras con la yerba más apestosa que haya cruzado aguas caribeñas, que ha abierto su stash para enrolar pal de filis (muy al detrimento de los jóvenes padeciendo de la economía estudiantil). Bueno, a ti te enseñan a siempre compartir riquezas con tus compatriotas, y mirando tanto estudiante hambriento, te alegra que la Puta (quien sale Astuta) comparte aquella iniciativa y decide repartir su herencia a los tecatitos hambrientos.
Rodean a la Puta Astuta en lo que abre el botín (¡qué rico pensar que los leones de Sion los bendicen con una lata llena de filis!) y puedes ver cómo al instante los ebrios presentes viran sus caras hacia ustedes—en realidad que parecen cinco pingüinos raspándose una paja colectiva con la Puta arrodillada entre ustedes—y se acercan, pasos tentativos, buitres acechando el cadáver de una chita degollada. Te cuesta no virarte y arrancarle la yerba de primera instancia, llevártela a la playa y revivir cada vigésimo día de abril que haya pasado por el calendario. Entonces la vellonera del Bori se apaga y más gente se desborda del balcón hacia ustedes. Se escuchan murmullos, preguntas, se notan algunas miradas desesperadas. Los testigos parecen listos para alzar vuelo a la menor provocación. Les dices que tal vez esto no sea tan buena idea—
- ¡Filis, filis para todo el mundo, quién los quiere, pide que hay!—comienza a gritar la Puta, arrojando una mano de filis al aire.
Estalla un pandemonio. Gritan al coger los buqués en el aire. Se enredan en la brea a pelear y agarran los blunts que pueden. Algunos explotan sus Medallas en la brea para que los más desesperados se destrocen las manos y agarran hasta las moñas más ensangrentadas. Es algo de la noche, algo de la luna de sangre y el cielo despejado y los ojos grafiteados en los murales detrás del Bori que hace del evento un presagio. Te empujan y pronto pierdes contacto visual con los quebradillanos. Cuando entre los chillidos escuchas encender los primeros lighters, te encuentras con el Hijo de Pedreira, y tiene un hambre en los ojos tan profunda que escondes los dos filis que lograste agarrar antes de que te arrancaran el brazo.
- Hey, loco, ¿ésos eran ustedes con los filis? ¿Todavía les queda?
Se acerca demasiado; hueles el Jack Daniels a las rocas en su boca; algo en su mirada, en su pancita sexy, te despierta las hormonas. Te nace un plan en la cabeza.
- Si me dejas mamártelo, te doy dos filis.
Furia le brilla en el semblante, que rápido extingue. Mira su reloj y lo contempla como una canica rodándole en la lengua.
- Dale, vamos por allá—él dice tan bajito que apenas lo escuchas. Le agarras el brazo antes de que se arrepienta.
Dejas al gentío irguiéndose en sus nubecitas de humo; por todos lados suspiros de alivio, de goce. Van a un lote baldío cerca del Bori que usan para proyectar películas y empujas al Hijo de Pedreira contra la pared, lejos de las luces ocradas. Le entregas el primero de los filis. Cuando te arrodillas y le desabotonas el mahón, te chorrea la saliva porque ya lo tiene parado, no tan gordo pero de unas siete pulgadas que caben bien en la boca, saladito como gusta—el Hijo de Pedreira empieza a gemir y no sabes si es por la jalada de humo o tus facultades orales pero que se joda, ¡que viva la yerba universal!—desde lejos escuchas como gritos, ¿esos son gritos, de terror?, como sonidos de animales extraños, seguido por la explosión de cristales—probablemente es Leo tirándose sus sonidos de pájaro exótico como hace en el Tea porque sabe que le contestas con tus chillidos de pterodáctilo—empiezas a jugar con los pelos debajo del ombligo, le pellizcas las tetillas y los matorrales en las axilas, le chupas la pinga hasta que se le hincha la cabeza de sangre—te empuja al piso y caes en el fango meado, lo miras con reproche pero su torso entero se ha cubierto de pelaje negro, su cuerpo se expande hasta que su ropa se deshace, su nariz se estira hasta formar un hocico con colmillos dorados puntiagudos—y de repente te encuentras indefenso en el piso, a punto de ser devorado por un gran hombre lobo que ruge su lamento canino a la luna llena—
De la nada aparece un guaraguao el doble de su tamaño, lo aprisiona con sus garras y en el aire le arranca las tripas con un buen picotazo, bañándote de su sangre espesa, y se lo lleva volando en dirección al Bori. No entiendes qué carajo está pasando, pero el olor de la yerba está más intenso todavía, y empieza a aparecer un humo azul, meloso, arrastrándose por las calles, similar al que salió de la lata reluciente. Corres hasta el tumulto y lo primero que ves es un rinoceronte rosado, con un culo tan enorme que las nalgas rozan los edificios, y con la cara tan triste (bueno, en realidad, ¿cuán triste se puede ver un rinoceronte rosita?) que se va corriendo con lágrimas en los ojos. Una manada de cacos pasándose el fili se desintegra ante tus ojos en un charco de cucarachas desorientadas y se esparcen por las alcantarillas. Un grupito de prepas se quedan tiesos y se arrancan los brazos para dispararlos como ametralladoras. Ves al Pangolaman comenzar a dar vueltas como batidora en lo que suelta un hilo continuo de humo por la boca; taladra el asfalto con tanta velocidad que crea una gran fisura por el que se caen una aglomeración de mutantes y bestias de circo, monstruos sacados de las películas: anacondas cobrizas de treinta pies de largo luchando con calamares guindando de los postes, elefantes de marfil con tres trompas aleteando contra una millonada de avispas metálicas, ovejas con ocho patas escalando las paredes para escupirle fuego a las piernas del Posmo (¡quien ha crecido a cincuenta pies de alto!) en lo que éste se va gritando hacia la Avenida a buscar a la novia. Sientes un mordisco en tus pantorrillas y ves a un chihuahua color arena con una bandana negra en el cuello; lo agarras para que no se aplaste con la estampida de antílopes pero te ladra y te sigue mordiendo, te orina cuando lo aguantas frente tuyo, y cuando lo tiras hacia un revolú de gritos y de humo, explota en un puff de escarcha fucsia.
Encuentras a Curbelo transformado en una estatua de cera, con la cadera a un lado y un Benson en la mano; ay, Curbelo, ¿él no había dejado de fumar?, ¿por qué ha vuelto a caer?, y tanto que lo admiras por ser el único de ustedes que logra soltar un vicio. Le prendes la mechita que tiene en la coronilla para que se derrita y finalice su miseria. En esas sales del shock y comienzas a llorar de la desesperación, porque no aparecen más caras parecidas y no entiendes lo que está pasando—gritas auxilio, socorro por el Bori pero no hay nadie, sólo entes amorfos gruñendo del dolor de ser convertidos en algo que no parece animal, algo que no parece de esta dimensión—escalas una pila de cuerpos y te trepas al techo encima de los murales, mirando entre la neblina para ver si encuentras a alguien, pero nada—te tiras bocabajo, rogando que la pesadilla se acabe pronto, que la muerte no sea tan dolorosa como las demás—
Y en esas se te ocurre: ¿qué mejor que la yerba para el dolor? Pal carajo. Con manos temblorosas, sacas el fili que has guardado en el bolsillo y lo prendes cuando se apagan las luces de Río Piedras—y de la oscuridad profunda escuchas (además de los chillidos desde la Avenida) un rugir bestial que parece provenir del mismísimo centro de la tierra. Sientes que el humo penetra más que los pulmones; sabe tan frutoso, tan mangopiña que comienzas a llorar del éxtasis de haber probado tan incomparable delicia; para la tercera jalada, sientes un fuego arrastrando sus uñas por las venas y quemar los huesos por dentro. La piel se torna grisácea, escamada; una cola brota del pantalón; tu lengua se extiende y desciende hasta el ombligo y puedes identificar el origen del olor a cuero y bacalao y metal fundido y hormona adolescente en el aire. Te asusta cuando la mano aguantando el fili crece garras y logras escalar la pared hasta llegar a una ventana, ¡y ves en el reflejo que has transformado en un dragón de Komodo de varios metros de largo! ¡Qué jueves de Río Piedras más insuperable!
Probando tus patas poderosas, cruzas el puentecito sobre la Gándara y en un dos por tres ya estás escalando la Torre. Desde allá arriba, San Juan parece un mar de lucecitas y de nubes en forma de honguitos brotando desde varios puntos. Con la lengua hueles las llamas de las gasolineras. Desde la oscuridad de la noche escuchas más guaraguaos cortando el silencio de primavera recién nacida con sus alaridos de hambre. Te viras porque escuchas a dos bellacos salir a la cuadra de Humanidades todavía con los pantalones en los tobillos, asustados, gritando por las explosiones constantes y los temblores. Con un sigilo innato, te deslizas entre los matorrales y, cuando los ves a tu alcance, agarras al primero con tu lengua negra y lo arrastras hasta las penumbras. La otra ponquita chilla y huye en lo que devoras a su amante y te chupas las garras enredadas con sus intestinos.
Después de despedirte de la contingencia perpetua de gatos humanistas—ellos entienden lo que es comer sin paciencia cuando el hambre ataca, y adquieres un nuevo respeto por la raza felina—vuelves a escalar la Torre a velar por la seguridad de la campana. No sabes por qué lo haces, por qué sigues ahí; pero algo te compele. Total, ya estás un poco más cómodo en ese cuerpo de reptil… Sientes los huesos más livianos. Tus ojos siguen hinchados por el arrebato pero los puedes esconder en el cráneo. Pronto mudas la piel. Tienes frío, pero en poco sale el sol, y entonces recobrarás tus fuerzas. Sientes que este cambio durará un buen rato, pero no molesta. Con estos ojos, los colores se fragmentan en ondas inconclusas, en tonos extraños pero delirantes. Hasta se vislumbran las detonaciones más cerca a la costa, los que vienen acompañados por gritos en lo que parece un extremista determinado. Ahora te toca defender hasta la muerte el medio fili que te queda, porque no tienes más yerba y no crees que le venderían sacos de pasto a dragones.
Revista [IN]Genios, Volumen 2, Número 1 (septiembre, 2015).
ISSN#: 2324-2747
Universidad de Puerto Rico, Río Piedras
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