Huellas de colores

Gabriela Del Mar Rivera Marín
Literatura Comparada
Facultad de Humanidades

 

La niña corría más rápido de lo que sus pies podían llevarla y el sol, aligerando el paso, competía con ella. A su alrededor, los colores estaban apagados. El verde de los árboles parecía querer renunciar a su naturaleza, el rojo de las flores olía más al azufre que a las rosas y no se debería hablar de un azul que, hace tiempo ya, había abandonado al cielo. Un gris cansado reinaba sobre todos los objetos: vehículos, casas y edificios por igual. Se escuchaban los truenos anunciando el aguacero y la niña temía que el mal tiempo la pillara a mitad de camino. Todas las semanas, sin falta, pasaba el temporal. La misma lluvia y el mismo viento le azotaban la cara y la dejaban a la espera de un descanso que no llegaba. Bajando el camino de tierra que llevaba a la casa de la esquina, se aseguró de que la bolsa plástica que sujetaba contra su pecho no tuviese agujeritos por donde pudiese meterse el agua fría. Se paró frente a la puerta de madera, también pintada de colores deprimidos, y miró por la ventana de la derecha.

          La lámpara de aceite estaba encendida. Se escuchaba la radio transmitiendo los boleros que se sabía de memoria. Siempre eran los mismos boleros y las mismas promesas de un “amor eterno” bailado al final de una botella. Se acordó de su papá que había encontrado esa vieja carcacha de radio tirada en la basura, después de que la vecina de calle arriba la había botado. Tanto estuvo con la cantaleta hasta que la arregló. Se acuerda de las palabras que le dijo cuando puso por primera vez Tiempo de Amar, la única estación que era posible sintonizar en esa reliquia: “Vida y esperanza. Tú sigue dándole cabeza a las cosas hasta que ellas se rindan primero que tú.” Ese era su padre, un poco tocado, pero se las sabía todas. Con su mirada clavada en la ventana y su cuerpo rígido, aguantando la respiración, esperaba la señal. Poco a poco, ve las sombras reflejarse en las cortinas y tambalearse de lado a lado al son de las lágrimas de un cantante, ya pasado de moda. Son una pareja de manchas que se cruzan y se mecen adormecidas. La lluvia comienza a caer. Las sombras se detienen y se separan. La niña se sobresalta al escuchar el sonido de un cristal reventarse, posiblemente, contra la pared o contra el cuerpo de su madre. Suspira. Se da la vuelta y comienza a retroceder su camino. No hay nadie en casa.

          El chapoteo de sus zapatos en los charcos inevitables, servía para establecer el ritmo de sus pisadas. La niña, una vez más, corría. Esta vez, braveaba a las calles bajo la lluvia, que casi no la dejaba ver, mientras su respiración se entrecortaba y un dolor agudo atacaba la punta de sus ojos. Sacudió su cabeza de lado a lado. Las gotas dulces salieron disparadas de su pelo rizo y las gotas saladas caían de sus ojos. Cuando llegó a su destino, un proyecto de construcción abandonado, se deslizó por debajo de la verja de metal, haciendo uso de una entrada que ya había hecho. Por un momento, se quedó atascada en el agarre protector del metal, pero la experiencia de otras noches como esa, la ayudó a zafarse del alambre sin estropear su ropa. Después de asegurarse de que la bolsa plástica no tuviese agujeros, continuó su camino. Se acercó al tubo de concreto más grande que vio (medía unos cuatro pies de alto) y el más solitario. Asomó su cabeza por la entrada y no se sorprendió al sentir el filo de una navaja acariciar su yugular. Bien. Hay gente en casa.

          Su hermana mayor está despierta, eso quiere decir que los demás también lo están. La niña siente una sonrisa llegar a su rostro y la ve reflejada en la persona que ella será en dos años. Se agacha y su hermana la deja entrar, luego la mayor sale por un segundo para buscar un pedazo de madera (ahora mojada), llena de unos graffitis coloridos que cubra parcialmente la entrada del tubo. El otro extremo también estaba semi cubierto, pero con una piedra caliza. Cuando la niña se sentó, notó las dos velas encendidas dentro de esa pequeña guarida y pudo ver los rostros de su hermanita y hermanito mirándola con alegría. La niña los abraza como puede y cuando regresa su hermana mayor también la abraza. Como decía su mamá en otros tiempos: “Somos todos los que estamos y estamos todos los que somos”. No hace falta nada más. Por fin, más relajada, se recuesta sobre una almohadita que le da su hermano menor y deja que su hermanita coloque su cabeza sobre su falda. Es curioso, aún en la relativa oscuridad de esa circunferencia, el gris no se hace presente. Las paredes del tubo están decoradas con verdes, rojos y azules que quieren ser verdes, rojos y azules. El amarillo y el naranja del sol son otros grandes protagonistas, pero si ella tuviese que elegir un color sería el violeta. El de las uvas que su abuela solía recolectar para hacer jugo cuando tenían donde cultivarlas. Casi puede volver a probar en su boca el sabor a dulce y a satisfacción de un trabajo bien hecho. Con su mano izquierda, le pasa la bolsa plástica, el botín de guerra, a su hermana mayor. Ella abre la bolsa y levanta su mirada a los ojos de la niña. La niña siente el calor familiar, a veces tan alejado de su vida, llenarle las venas de orgullo. Hay para comer.

          La hermana saca de la bolsa plástica cuatro cucharas transparentes, una botella de agua, un termo de café lleno de caldo de pollo y un plato de arroz blanco tapado con papel de alumiLa niña le dice para aliviar las preguntas que, sin duda, debe estar teniendo su hermana: “Doña Consuelo fue generosa. Creo que, si sigo lavándole la ropa, me va a dejar llevarme lo que sobre de la cena.” La hermana mayor asintió y con sus ojos mandó un mensaje que solo ellas entendían. Sus labios no se movían, pero sus manos formaban con velocidad los signos que Miss. León, la peluquera, les estaba enseñando. “Gracias, Charito.” A lo que la niña responde “De nada, boba. Ahora, vamos a meterle mano a esto que mis tripas se están reventando.” Cada uno tomó una taza de caldo de pollo, cinco cucharadas de arroz y dos buches de agua. La hermana había dejado un candunguito afuera, recolectando el agua de lluvia para mañana. Cuando todos comieron equitativamente, les dejaron a los dos menores repetir y llenarse con el arroz. Las hermanas mayores se contentaron con lo que sobró del caldo de pollo. Como ese día había estado lloviendo, todos se habían mojado en algún momento. Eso lo contaban como el baño de la semana. Entre risas y chistes pasaron el resto de la noche, contándose cómo les había ido en la escuela. La hermana mayor progresaba con el lenguaje de señas y Miss. León le dijo que tenía mucho potencial para ser maestra algún día. Le hermanita se quedaba con Miss. León por la mañana hasta que alguna de sus dos hermanas la fuese a recoger. El hermanito estaba aprendiendo a sumar y a restar. A esa edad les enseñan a los niños a ver todo como números y se planta la semilla de querer sumar y restar en la gente. La niña no extrañaba los boleros. Le gustaba más la música que se escuchaba en esta estación sin radio, las carcajadas y todos los sonidos de colores que ya no existían fuera de ese lugar.

           Cuando se hizo demasiado tarde, la niña se ofreció a montar la guardia. La hermana mayor la miró con pena, pero comprendía que mañana, probablemente, si no había nadie en casa, le tocaría a ella la desvelada. La navaja cambió de manos. La niña se acurrucó al lado de la madera rota que servía de puerta y, al apagarse las velas, pudo ver las estrellas entre los huecos. Se acordó de la vez que le preguntó al Padre Miguel dónde se encontraba la figura de Dios. Él le dijo que antes se pensaba que el ser humano era el centro del universo y que el sol giraba a su alrededor. A ella le pareció obvia la respuesta, porque veía que era el sol el que se movía todos los días. Él le explicó que las cosas no siempre son lo que aparentan y que es, en realidad, la Tierra la que sigue al Sol como su enamorada. La Luna sigue a la Tierra, como la mejor amiga despechada que no tiene ni perro que le ladre. En aquel entonces, cuando se pensaba que el ser humano era el centro del universo, las constelaciones se encontraban en capas diferentes. Algunas estaban más cercanas a la Tierra, otras la saludaban desde lejos. En la última capa, estaban las estrellas fijas que marcaban el cierre del telón, la pared de fondo. El Padre le dijo que el ser humano había situado a Dios más allá del fin del universo. Ella le preguntó que si Dios no estaba allí, entonces, ¿dónde estaba? Él le respondió: “Dios está en todas partes. Al final del universo y al comienzo.” A ella le pareció una respuesta poco específica, pero no por eso debía ser incorrecta. Después de todo, ella veía a Dios en los colores. Colores como el blanco de las estrellas que bailaban, suspendidas, en una inmensidad negra. Colores como los del arcoíris de planetas por los que – de vez en cuando – se movía, cuando su conciencia volaba más allá de su cuerpo y pretendía llegar a la última capa de luces. Las veces que se sorprendía a sí misma queriendo bajar el telón, acabar la comedia y dejar atrás boleros engañosos, los colores la guiaban. El rosado de las mejillas de su hermanito, que solo resaltaba al reírse demasiado, el marrón (tan serio) de los ojos de su hermana mayor, que nunca la abandonaban, y el negro azabache de los rizos de su hermanita, que siempre buscaban recostarse sobre su falda, eran los que la devolvían a la Tierra y la centraban en un mundo donde todavía hay vida y esperanza. La niña escuchó la respiración de su familia. Cerró el puño alrededor de la navaja con tanta fuerza, que las uñas rompieron la piel de la palma de su mano y una línea fina de sangre se hizo presente. Ella suspiró cansada y sonrió.

Revista [IN]Genios, Vol. 4, Núm. 1 (diciembre, 2017).
ISSN#: 2374-2747
Universidad de Puerto Rico, Río Piedras
© 2017, Copyright. Todos los derechos están reservados.

Posted on December 18, 2017 .