Jessica M. Ortiz Morales
Departamento de Psicología
Facultad de Ciencias Sociales, UPR RP
Quería ser notada. Tocada. Si había tiempo, amada. Y si tenía suerte, que se repitiera el proceso cuantas veces fuese necesario.
No estaba segura cómo se le habían metido esas ideas en la cabeza. Quizás cuando se está mucho tiempo en el mismo lugar, las ideas surgen y ya. “Quiero que me miren y me toquen. Que me prendan y me soplen. Quiero que me amen, y me quieran. Por lo menos, que me quieran”, recordaba.
La tienda abría exactamente a las ocho de la mañana. Aunque eran pocos los clientes que compraban a esa hora, el dueño no podía desligarse de su rutina. Se laboraba de 8:00 a.m. a 6:50 p.m., de lunes a domingo. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Para ella, las mañanas eran una tortura. El dueño corría por los pasillos haciendo inventario; mojando su dedo índice con su lengua cada vez que le tocaba pasar la página. Las tardes, ni se digan. Clientes sudados y distraídos, manoseaban la mercancía para terminar comprando nada. Las noches, en cambio, eran fúnebres, amargas. No sabía cómo lograba soportarlas. Pasillos oscuros, vacíos y una peste a humedad. Una rutina que detestaba continuar.
Siempre que le era posible, lo observaba. Tomaba café cinco veces al día. Sujetaba la taza con su mano izquierda, y el manual del inventario con la derecha. La afición por el dueño de la tienda había comenzado hacía unos meses. Fue de las afortunadas. Una mañana de inventario, el hombre extrajo de la caja un sinnúmero de velas y gorros de cumpleaños. Protegida por el plástico, sintió el desliz de unos dedos rozando su mecha. Era la primera vez que alguien la tocaba allí. Una piquiña fugaz corrió por su tallo y desde entonces, no ha logrado sentir cosa igual. Se pasa las horas deseando ser notada nuevamente por el dueño, o algún cliente; queriendo sentir más tacto, menos plástico y humedad; deseando ser mucho más que mercancía de vitrina.
Por fortuna, la suerte tocó a su puerta una tarde ordinaria. El reloj estaba a punto de marcar las seis y cincuenta, cuando vio un carro aparcarse en la tienda. Un chico en gabán se asomó a la caja. Apresurado, preguntó: “¿Me podría pasar la vela de la vitrina, por favor?”. El dueño la tocó por última vez, y se la entregó al hombre del gabán. El joven la colocó en el bolsillo izquierdo y condujo hacia su destino afortunado: de caja a vitrina, de vitrina a manos, de manos a un carro, y de un carro a la recepción.
Muebles y vinos la rodeaban. A lo lejos, algarabía se escuchaba. El chico la sacó de su bolsillo izquierdo y pegó sus labios en su bolsa de plástico con el fin del liberarla. Su saliva contaminó ligeramente la cera de la vela, pero no la incomodó. La tocó sutilmente con el pulgar y el índice, y la colocó en el bizcocho. Su tallo se revolcaba en la crema del pastel junto a las otras velas. Reconocía el ambiente y no podía esconder su emoción. Pronto su pabilo se encendería, y algún afortunado o afortunada la soplaría.
Pasaron al salón de fiestas. Todos cantaban en unísono la canción de cumpleaños. El chico sacó el encendedor de su bolsillo derecho. Era la tercera vela en turno, pero no se podía contener. Los nervios la incitaban, y el calor también.
El hombre acercó el mechero a la segunda vela. Pronto le tocaría a ella. “¡Qué los cumpla feliz! ¡Qué los cumpla feliz! Que los cumpla, que los cumpla, que los cumpla...—El mechero por fin la rozaba; una piquiña corrió por su tallo hasta que caldeó. Ahora brillaba—...feliz”.
Observó los labios de Thalía. Próximamente, la soplarían. La emoción era tanta que se desequilibró. Cayó sobre el antebrazo de la cantante, derramándole cera y dejándole cicatrices prematuras. En el impacto, se apagó y cayó al suelo.
Los invitados corrieron hacia Thalía para ver cómo estaba. La cumpleañera decidió culminar su fiesta, olvidando completamente a la velita; negándole su deseo. En vez de soplos, la vela recibió balazos de suelas y tacones. El tacto humano la fracturó. El vacío, la humedad y la oscuridad la acompañaban nuevamente.
Había sido olvidada, y qué bien se sentía.