Oyuki

Marangely Hernández Torres
Programa de Estudios Interdisciplinarios
Facultad de Humanidades, UPR RP 

 

Recibido: 21/01/2023; Revisado: 02/05/2023; Aceptado: 11/05/2022 

 

 

El sol brillaba con furor de verano desde lo alto, quemando la piel que mi vieja camisa de seda dejaba expuesta. El calor sofocaba mi cuerpo por el esfuerzo especial que dedicaba a mi labor, hoy la ansiedad no conocía límites y el trabajo no parecía distraerme. Había adelantado todas las tareas de un día en pocas horas, por lo que no me quedaba más que contar dos y tres veces el pequeño rebaño de ovejas mientras pastaba.   

  

“39,40,41,42…” Contaba en voz alta hasta perder el ritmo en la blanca silueta más allá del cercado, allá en la hectárea de frijoles. De nuevo, decidí comenzar a contar desde cero y otra vez aquella figura disipó los números como humo con sus pequeñas manos perdiéndose en las hojas trifoliadas. Iba de vaina en vaina extrayendo delicadamente sus semillas con sus finos dedos, tan místicos sus movimientos como el “shimenawa” ser movido por el viento del bosque.  

  

Mi corazón se veía engullido en mi pecho cada vez que Oyuki me observaba desde la explanada. Mis días pastoreando ovejas habían cambiado en cuanto la manufacturera de textiles fue implantada en la ciudad y con ella, familias del norte emigraran a nuestro pueblo. He escuchado que en esas aldeas lejanas no hay mucho que comer; desde que los hombres fueron a la guerra la actividad agraria en lugares como esos ha decaído, pero no aquí. A las mujeres se les enseña a trabajar en la tierra desde temprana edad para luego, una vez cumplidos sus 15 años, verse obligadas a trabajar en fábricas de textiles. Y eso pasaría con Oyuki en poco tiempo… Desde que su familia se asentó aquí, ella ha trabajado en la tierra cultivando frijoles, así fue como la vi por primera vez. Recuerdo cuando sus tristes ojos se toparon con los míos ese día, su piel de invierno reflejaba la poca luz solar de aquella fría tarde de enero. Su pequeño rostro había logrado calmar un largo día de jornada y toda una noche sin cenar. Mi madre había preferido tomar esa porción para ella sin siquiera haber preguntado, pero los gruñidos de mi estómago no eran de estorbo para mi memoria.    

  

“47, 48, 49 y 50” ― Finalmente había terminado de contar las ovejas, desde la más pequeña a la más anciana.   

  

Una ráfaga extrañamente fría me invitó a desviar mi mirada y entonces la vi, parada en seco en el cercado de madera que nos dividía, mirándome desde allí sin atisbo a irse. El nerviosismo pasó a ser miedo congelándome las piernas en pleno mediodía, mis brazos ya no ardían por el sol, pero mis mejillas parecían estar en llamas junto a mis orejas. Estaba esperándome y no parecía irse hasta que yo llegara, cosa que jamás había hecho antes pues nunca dejaba su puesto. Suspiré, el miedo se enroscaba en mis extremidades como enredadera, florecía en mis inseguridades y, a la vez, inyectaba pánico en mi pensamiento. Pero no importó, mis pies ya se habían dirigido a ella con voluntad propia omitiendo el tormento en mi cabeza.   

  

“¿Y si solo se había distraído? ¿Y si tartamudeo y quedo como un tonto? ¿Qué tal si huyo y me olvido de todo?”  

  

Sus ojos tristes se encontraron con los míos tan pronto di con su paradero; llevaba puesto el ajirogasa que le regalé hace algún tiempo. Prefería cuidar su piel de nieve antes que verla masacrada con quemaduras leves otra vez, yo ya me las arreglaría en la próxima paga del mes. De todos modos, mi morena piel ha desarrollado resistencia a la luz directa.   

  

–“Seiji, has escuchado los rumores del pueblo, ¿no?” ―preguntó en su usual suave tono y bajó la mirada.   

  

–“¿Tú… también lo sientes?” ―la vi asentir con un dejo de tristeza. Aunque el ajirogasa no me permitía ver su rostro sabía qué expresión ocultaba. El tiempo parecía agotarse. Nuestra posición en la guerra había caído junto a la ciudad más modernizada del país hace tres días, la noticia no tardó en llegar aquí y el pueblo enloqueció. Muchos han ocupado estos momentos reunidos en templos rezando a los ancestros por protección a su tierra, mientras otros solo continúan con su día a día, como yo, como nosotros.  

  

–“Pronto irás a la milicia, ¿no tienes miedo?”   

  

Miedo era poco, tenía pavor con tan solo pensarlo. Japón ya no tenía la ventaja frente a las demás potencias, no luego del último ataque enemigo y la posibilidad de uno próximo. Pero hoy no era un día como para pensar en eso, hoy quería cumplir mi mayor deseo en esta única oportunidad.   

  

–“O-Oyuki, ¿te gustaría caminar juntos d-de regreso a casa?”   

  

Las mariposas en mi estómago explotaban como ametralladoras de guerra en campo abierto, mi corazón se hinchó y mi diafragma se contuvo al ella haber levantado su cabeza gacha. Sus labios se quedaron entreabiertos, pero sus ojos sonrieron como nunca los había visto. Afirmó, con la pureza digna y blanquecina de un Kodama del bosque más sagrado.   

  

El día no tardó en pasar ni nuestra jornada en acabarse, eran las seis de la tarde y el sol aún no quería ocultarse. Así eran las tardes de agosto en Nagasaki, los veranos se alargaban con egoísmo hasta que el invierno abriera paso con desdén en noviembre. Las estaciones aquí se peleaban entre ellas para ganar más tiempo con los mortales, cada vez más fuertes; una pasaba y la otra ya quería hacer acto de presencia. La naturaleza también estaba en guerra.   

  

Nos encontramos en el sendero de arenisca frente a la planta de recaudación agrícola y partimos nuestro viaje, uno junto al otro, con pasos firmes, pero a la vez nerviosos.   

  

–“Desde que llegué, fuiste quien único me ha hablado y ayudado con sinceridad. Gracias por eso…” ―agradeció en voz baja para luego proseguir― “Eres diferente a todos los demás”.   

  

Sus pasos se detuvieron, llamando mi atención al instante. Ella me observó con sus mejillas teñidas en rosado mientras sus cabellos se movían al compás de la brisa.   

  

–“Me gustas, Seiji”. ―esta vez sus labios esbozaron una divina sonrisa de primavera en el invierno de su rostro. En mí todas las estaciones se manifestaban a la vez: la calidez del verano, los pintorescos paisajes de primavera, el viento estremecedor del otoño y la profundidad de mis sentimientos como el frío invierno de enero, ese en donde ella llegó. Cuando estaba con Oyuki nada era hostil, nada podía lastimarme, nada en mi interior se sentía en ruinas, sino todo lo contrario. Junto a ella no había guerra ni estallidos de granadas ni reclamos de odio por mi sola existencia. Mi razón de ser coexistía con ella, con sus ojos decaídos, con su largo cabello oscuro, con su pequeño rostro y sus manos delicadas. No había nacido para la guerra, sino para conocer a Oyuki y ser amado.   

  

Me acerqué, con la felicidad erizándome la piel, y permití que el potente brillo que sus ojos reflejaban a mis espaldas me absorbiera. Esa era la luz radioactiva de la cual todos hablaban y temían, esa inventada por la potencia enemiga estadounidense que tanto interrumpía mis sueños de hace tres días por el desastre en Hiroshima. Pero no me importó, había sido hecho para vivir esta actual coyuntura con Oyuki y nada me lo arrebataría. La abracé, tan emotivo como pude, amando y despidiendo con ese acto un momento que por tanto tiempo había esperado. Ella ocultó su rostro en mi hombro cuando hice audible los susurros de mi corazón ya calmo y realizado, regalándome esa última sensación antes que la ola de fuego atómico inmortalizara nuestra pureza.    

 

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Posted on May 31, 2023 .