Yuleysy Ortiz Jerez
Departamento de Estudios Hispánicos
Facultad de Humanidades, UPR Cayey
Recibido: 3/10/2022; Revisado: 17/11/2022; Aceptado: 4/12/2022
El sol se esconde y Elena, con su piel tostada, se sienta por primera vez en el día. El calor la arropa pero no la sofoca. El día se escurre en un jugueteo de colores: por el patio un balanceo de verde, por el cielo un cadencioso anaranjado, por su cabello un espiral de marrón achocolatado. En la mecedora de su abuela, trata de acompasar su respiración con el vaivén de las ramas. Después de haber estado correteando con Tito y Rafa toda la tarde, le cuesta calmar su bravío corazón. Según sus cálculos, no faltaba mucho tiempo para que su mamá la regañara de nuevo por estar brincando con sus primos y solo unos cuantos minutos para que su abuela la destituyera de su trono. Mientras tanto, se entretiene contando cuántos pajaritos puede distinguir a partir de sus cantos. Opta por cerrar los ojos para concentrarse en las melodías que se entonan por doquier. Su mano apenas alza tres dedos cuando el conteo queda ahogado por el murmullo de las aves. Entre los rumores de la brisa y los arrullos de los pájaros, se queda dormida.
—¡Elena, Elena! — siente que dicen mientras la zarandean.
No es la pelea de su abuela por haberse sentado en su mecedora. No se trata de su mamá urgiendo que vaya a quitarse el sudor del día con un baño. Es su padre.
—Elena, ponte el cinturón que ya vamos a despegar. — dice Raúl, apuntando a la hebilla desabrochada.
—Ya está. — responde la niña, sonriente, con un cinturón tan ancho que bien podría darle dos vueltas a su cintura.
Negando con la cabeza y soltando una risita, Raúl le ajusta la correa tal como la azafata había indicado hace unos momentos. Aún somnolienta, Elena desliza la cubierta de la ventana a su izquierda. Le habían asignado el asiento del pasillo, pero su padre había insistido en que no se perdiera la vista desde la ventanilla. Al sentarse, había recorrido la cabina con su mirada danzante, como el que observa por vez primera una revista fantástica que le habían prohibido tocar. Raúl se había esforzado para que ella, su recorte arrugado, se adhiriera a sus nuevas páginas.
Con un rugido salido desde las entrañas de acero, el pájaro mecanizado da un tímido rempujón que saca a Elena de su modorra y a Raúl de sus pensamientos. Luego se impulsa súbitamente y gana velocidad en apenas unos segundos. Todo ocurre tan rápido que el piloto no se percata de que ha despegado dejando el corazón de la niña en la pista. El estómago le revolotea y ella no encuentra de qué asirse para evitar salir disparada hacia la nada. Le sobreviene la urgencia de sostener la mano de su mamá o al menos ver cómo se matizan sus pozos de miel cuando musita un “Mírame. Todo estará bien”. No tiene otra opción más que empuñar un recuerdo.
—¿Qué es lo que ves, mami? — le había preguntado aquel día al notar su mirada clavada en la ventana de la guagua.
—Estas gotitas en el vidrio. Fíjate en esa, la más pequeña.
Había caído una jarina la mañana en que fueron al consulado y sus mejores zapatos se habían humedecido cuando corrieron para alcanzar la guagua. Como reminiscencia, quedaban un grupo de gotitas en la ventana que era de aparente interés para su madre. Achicando los ojos, Elena localizó la más pequeña entre todas ellas, que se movía apurada por la superficie.
—Esa va tan acelerada que se lleva por delante a todas las otras. ¿Ves? Ya dejó de ser la más chiquita.
—¿Están haciendo una carrera? — preguntó la niña a la vez que ladeaba la cabeza.
—Sí, mija. — suspiró, como si hubiera querido olvidarlo — Todo es una competencia en esta vida.
—Pero, ¿por qué? ¿hacia dónde? — comenzó su acostumbrada ronda de preguntas.
—Por sobrevivir.
—Pero...
—Ay, ya te darás cuenta, Eli. — le interrumpió mientras acariciaba sus rizos aún mojados.
A veces no podía comprender lo que le decía su mamá. En esas ocasiones no lanzaba su frase tranquilizadora, sino que la miraba con una preocupación lastimosa. De camino al consulado, por más que la niña trató de animarla, no había logrado arrancarle esa expresión. Las dos tenían los nervios de punta aquel día. Carmen se había ceñido al enorme folder que cargaba. Elena apretó su mano desde que ingresaron al edificio. La sala era tan pulcra y las caras tan serias que, aún con el vestido más bonito que su mamá le había obligado a ponerse, se sentía ajena. Los gringos las habían examinado de pies a cabeza. La mayoría de ellos hablaban velozmente en un inglés enredado y por demás ininteligible. Su conocimiento en el idioma se limitaba a dos vocablos, hi y yes, que no dudaba en utilizar acompañados de una sonrisa cada vez que se dirigían a ella. Su madre había encontrado la manera de acomodarle los mechones que se escapaban de su moño a la vez que rebuscaba en el folder cuando le pedían otro documento.
—¡Tssst! Párate derecha, Elena. — le había amonestado repetidamente.
El día se le había ido enderezándose, asintiendo y emulando sonrisitas. No podía esperar para regresar a casa y volver a ser Eli, no Elena.
A medida que su recuerdo se desvanecía con cada pie de altitud, le aterraba no poder volver a ser Eli.
La niña trata de desprenderse de ese sentimiento, desdibujándolo a través de la ventana en el contoneo de las nubes. Están a tal altura que los cúmulos forman un piso nevado de dorados bordes. Alguna que otra nubecilla, pintada de rosado, parece algodón de azúcar, de ese que a ella le gusta comer en las ferias. Aún sus ojos aniñados no pueden ignorar la majestuosidad con la que los rayos del sol atraviesan las nubes de nieve. Todo se ve tan diminuto desde la ventana; las casas parecen puntos y los ríos apenas un hilo. Es engañoso. No hace mucho tiempo que aviones como el que viaja parecían minúsculas marcas en el cielo. Solía señalarlos con emoción cada vez que los divisaba en el patio. Para ese entonces su vida se resumía en jugar en el patio junto a sus primos. Elena era muy competitiva. De ahí que le gustaba más cuando el desafío era conseguir todas las bellugas de sus contrincantes, no tanto cuando se trataba de colocar fichas rectangulares de manera estratégica. Sus únicas dos preocupaciones eran elegir qué comprar en el colmado y cuántos tazos le faltaban en su colección. No había ninguna alarma, ninguna, antes de esa conversación.
—¿A buscar qué la mandas para allá, Carmen? — le había reclamado la abuela como si Elena no estuviera presente.
—¡Mamá, por favor! — respondió Carmen en una frase que pareció continuar en la mirada que le lanzó a su abuela, una que Elena estaba lejos de entender.
—Yo sí nunca me voy a ir de mi tierra. —declaró orgullosa— A mí tendrían que arrancarme de este patio.
—Mamá…
—Y tú, mija, no te olvides de dónde eres. Donde quiera que vayas, siéntete orgullosa. Pero cuídate de todo el mundo. De todo el mundo. — insistió su abuela en tono severo.
Tampoco entendió cuando su tía le dijo que tenía que dar la talla ni cuando su tío le trató de explicar un refrán sobre un camarón y una corriente. Quizás las respuestas se habían escondido en las conversaciones a puerta cerrada de las que nunca había sido participante. Lo que sí había entendido y no se le olvidaba fue el trato de sus primos después de que se enteraran.
—¡Mira lo privona que se ha puesto después de que va a viajar! — decía uno.
—Ya no quiere jugar con nosotros por tener papeles. — añadía otro.
La miraban como si ella hubiera cometido la máxima traición concebible. Pero ella era la misma. Eli, no Elena. Quería jugar y no viajar. Quería seguir siendo un rival, una prima, una nieta, una sobrina; no una extranjera. Pero ahora todo eso es chiquito y ella también es chiquita, como las gotitas en la ventana. Se sacudía su vida como se sacude el avión. Las turbulencias la tienen espantada y, por la agitación Raúl, no se da cuenta que ella también tiembla. Han pasado dos horas y le ruge el estómago. Hace un rato habían repartido unos sándwiches de pavo pero ella se había devorado el suyo en segundos. Extrañaba más que nunca los dulces de leche y las habichuelas con dulce ¡Aunque sea un pedacito de torta de maíz! Ella había cometido el error de no haberse apropiado siquiera de un dulcecito de coco. Con el alboroto de ese día, en el que le tocaba empacar sus cosas, no se le ocurrió hacerlo.
—¡Eli, deja de ser tan malcriada! Ahora vienes y me recoges todo eso. — le exclamó su madre, furiosa, cuando se percató de que Elena había vaciado su maleta.
Era su protesta. Había decidido estar en huelga hasta que entraran en razón y la dejaran quedarse, o al menos, hasta que le explicaran por qué la obligaban a irse.
—¡Que no! ¡No quiero! —repitió incansablemente.
—¡Elena de Jesús Rodríguez García! —desenrolló su nombre completo— No tengo tiempo para esto. ¡Recoge toda tu vaina, ya!
La niña, exasperada, tomó cuanto podía en sus brazos flacuchos y lo arrojó hacia la maleta. Su ropa quedó desparramada y su madre encrespada.
—¿Qué no entiendes que esto es por tu bien? — le espetó Carmen cuando perdió la paciencia.
—¡Vete tú entonces! ¡Déjame aquí! —dijo sabiendo que no quería decirlo.
A este punto lloraba y apenas podía hablar.
—Eli...
—¡No, tú quieres que lo deje todo! No es justo, mami.
— Elena — su madre parecía derrotada — Estoy tratando de darte la oportunidad que yo no tuve. Comprende que no puedes competir si ni siquiera estás en la carrera.
En los días que siguieron, declaró una ley de hielo para su madre, la cual rompía un mínimo de cinco veces diariamente. Había guardado una pincelada de su enfado y en la esquina de la mirada se le acumuló el rencor. No duró mucho. Se le deshizo todo en la despedida.
— Tu papá tiene tu pasaporte y el ticket. — le indicó mientras se arrodillaba. — Me quedaré hasta que pasen la aduana.
“Quédate para siempre”, pensó Elena, pero solo se limitó a mirarla. Se había estrellado con el hecho de que, una vez cruzara aquellas puertas, su madre realmente se quedaría atrás. No quería seguir sin ella y dudaba de que pudiera hacerlo aunque quisiera.
—Llámame en cuanto lleguen.— se dirigió a Raúl —Pórtate bien y haz todo lo que te diga, ¿okey?
La niña asintió con la cabeza. Parecía muy importante para su mamá que ella entendiera.
—Mírame.— le pidió, aunque ella ya la miraba — Todo estará bien, ¿sí?
Tomó su rostro entre sus manos y unos rizos rebeldes se le escaparon del peinado. La miró como se mira a un pajarito que emprende vuelo, con esa preocupación lastimosa que era tan misteriosa para Elena. Carmen envolvió en un abrazo a su niña. Se había prometido no derrumbarse para evitar alarmar a Eli. La niña no había prometido nada y se desmoronó en los brazos de su madre. De nada servía decirle que no era justo, pero lo era. No quería irse, pero lo haría. Ahora tenía que portarse bien, hacer todo lo que le digan, no olvidarse de dónde viene, sentirse orgullosa, cuidarse de todo el mundo y dar la talla. Tenía que abandonar la mecedora imperial de su abuela y las carreras con sus primos. Su récord de conteo de pajaritos había quedado en tres.
Elena viene armada con un puñado de consejos que aún no descifra, un hogar dorado y atesorado, unas lágrimas secas, un hi y un yes. Al observar por la ventana, un río de luces la recibe. Se le había ido el vuelo en recuerdos. Toca enfrentarse al mundo de lo desconocido. Se siente sofocada, pero ya no es el calor. Es el pavor, el desconsuelo, la añoranza. Elena es ahora la gotita más pequeña. No puede evaporarse.
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