Akari Sustache Báez
Departamento de Psicología
Facultad de Ciencias Sociales, UPR RP
Recibido: 3/10/2022; Revisado: 17/11/2022; Aceptado: 10/11/2019
“¡Suéltame ya!”, le dije por séptima vez a las 11:49 pm. Claro, Isabela nunca me escucha. Solo me habla, pensando que yo la escucho. Por lo menos tiene razón en eso, pero quisiera no escucharla. Maldigo el día en que salí de la tienda de juguetes en manos de una niña de cinco años. Se pasa todo el día hablando ridiculeces. Me dice: “Eres mi oso favorito, Pochi. Siempre te amaré, Pochi”. “¡Ay, Pochi! ¡Eres tan suave! Sabes que NUNCA te voy a soltar, ¿verdad?” Todos los malditos días de los dos años que llevo con ella.
Pues, debería saber que no soy un oso. Soy una osa y me llamo Tatiana Valentina Rivera Osorio.
Pero, claro… nunca me escucha. La peor parte, incluso peor que lo que pasa por el día, es la noche. Una cosa es que durante el día me arrastre por todo San Juan, halándome por la pata izquierda y embarrando mi hocico cada vez que intenta compartir conmigo un helado todo derretido y lleno de caramelo. Lo detesto; realmente mi comida favorita es… bueno, les diré luego. Como venía diciendo, Isabela se acuesta a dormir a las 8:30 pm todas las noches, porque su madre así lo ordena. No entiendo por qué le hace caso a esa mujer tan insoportable que la maltrata. Yo no le haría caso en lo más mínimo. Cuando Isabela se duerme, siempre tiene pesadillas. Entonces me aprieta con todas sus fuerzas y no me suelta hasta que termina de ahogar sus gritos en mi cara. Ayer por poco me asfixió con la almohada.
He estado al borde de la muerte cuatrocientas cincuenta y nueve veces contadas. Por ejemplo, hace tres meses Isabela intentó enseñarme como usar el inodoro, así como los humanos, y me dejó caer al agua mientras bajaba la cadena. Sentí como me ahogaba con aquel remolino de agua tóxica; mi cabeza estando atascada mientras escuchaba los gritos distorsionados de Isabela a la distancia, llorando y llamando a su madre que nunca vino. Sufrí de pulmonía y torticolis por ocho semanas luego de esa ocurrencia. Ahora estoy recién recuperada gracias a las Mucinex y las Percocet que guarda la señora madre en el botiquín. Las tomé por seis semanas corridas, por la mañana y antes de acostarme. Ya dejé el Mucinex, pero he tenido que seguir tomándome una Percocet por la noche. Solo así puedo soportar todo lo que me hace Isabela.
Hoy se acabaron las pastillas de la señora madre y estoy de mal humor. No me siento nada bien. A las tres de la mañana logré escaparme a la cocina, pues me atacó un antojo de mi comida favorita. Viene en un gran empaque que lee Johnny Walker, pero no logré alcanzarla porque la habían trepado en la tablilla más alta. Esto no ayudó para nada a mi mal humor, ni a mi dolor de cabeza. Por suerte había flan en la nevera y, me da un poco de vergüenza decirlo, pero me comí la bandeja entera. Tengo que confesar algo; creo que soy lo que los humanos llaman “bulímica”. Por eso me escondo de los demás peluches cuando me entran estos antojos.
Bueno, pues sucede que ayer hablé con las zapatillas de ballet de Isabela y me dieron una magnífica idea. Me contaron que sufrían tanto que se pusieron de acuerdo para hacerla tropezar en su recital de ballet la semana pasada. Supuestamente fue estupendo. Lo único que no esperaban era que la madre de Isabela le pegara cuando saliera de la función. Todo este asunto me dejó pensando, así que cerré la nevera y subí las escaleras sigilosamente.
Me trepé nuevamente a la cama de Isabela y respiré profundamente. Vi que yacía tranquilamente bajo su sábana de unicornios, respirando a un ritmo lento con la boca abierta, por donde bajaba un hilo de saliva que caía sobre la almohada. Por un momento, las emociones quisieron apoderarse de mí y recordé el primer día en que Isabela me trajo a la casa. Ese día me presentó a sus otros peluches, con quienes me acostumbré a hablar por las noches antes de que fueran regalados a la prima de Isabela. Durante aquellos primeros meses, Isabela sonreía cada vez que me abrazaba y las noches eran tranquilas; las pesadillas eran solo una amenaza distante.
En ese momento, supe exactamente lo que debía hacer.
Me acosté sobre su nariz y su boca e hice presión. Sentí su frágil cuerpo luchar, pero luego de un minuto, la respiración se detuvo. Las manos que me torturaban se abrieron y cayeron colgando al borde de la cama. Ya no había vida en ellas. Todo estaba resuelto; ahora ninguna de nosotras sufriría más nunca. Luego me marché de aquel maldito apartamento y salí por la ventana que daba a la escalera de incendios. Así llegué a la terraza del piso número 16. De noche se contemplaban los alrededores en la oscuridad de la madrugada. El suelo no se veía, solo brillaban las luces distantes que fingían llamarse ciudad.
Ahora me encuentro junto al borde de cemento, sin pensar más en que será de mí. Es mejor no pensarlo, simplemente dar un paso al frente.
El viento hace el descenso lento y, aunque suene descabellado, me pregunto cómo sería dormir mientras caigo. Sin embargo, creo que nunca sabré, pues ya no veo las luces y el suelo está muy cerca. Buenas noches, Isabela.
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