Elena Ramos Díaz
Programa de Estudios Interdisciplinarios
Facultad de Humanidades, UPR RP
Recibido: 15/02/2024; Revisado: 21/05/2024; Aceptado: 28/05/2024
Los susurros rebotan contra las paredes de mi mente como olas golpeando las piedras afiladas de la costa; las mismas olas que actualmente azotan mis temblorosos pies. ¿A dónde va Aneas? ¿Se ha ido sin nuestra reina? ¿Se lo ha dicho? ¿Dido estará bien? Mis rodillas se desploman en la arena como las paredes de Troya; el mismo lugar del que siempre habló y me enamoró, pero ahora es impuro en mi memoria. Los murmullos cesan de existir, pero nadie se acerca a reposar su mano en mi hombro o para desenterrar la flecha que desangra mi pasión. Mi pobre amor por Eneas. ¿Cómo un hombre tan valiente y dedicado se aleja de mí sin algún despido? Yo he venerado cada paso que anda, cada palabra pronunciada sobre sus travesías, cada vehemente posar de sus labios en mi cuello; ¿él adorará alguna de mis cualidades de la misma manera? La pregunta se contesta por sí misma con la lejanía de sus naves, donde el achicar mi vista ya no es útil para percibir su silueta. El viento reseca mis ojos, evitando el declive de lágrimas que acribillan mi mirada. En el desespero de mi respiro, agarro las diminutas partículas de arena y las froto vigorosamente contra mi pecho. Deseo que cada una impida que el hervido de la locura cruce mi garganta y llegue a mi cabeza. Soy reina. Tengo que mantenerme firme para mi pueblo, pero siento que este hombre me ha despedazado enfrente de todos quienes me desean el mal.
No me siento segura. Entre tantos ojos que me observan y esperan mi caída del trono, decido huir. Adentrada en la oscuridad de la sombra de los árboles, el ruido de mi vestido contra el viento y el desprendimiento de la realidad misma, corrí. Corrí hasta un lugar que me ha hecho sentir segura desde que ordené su construcción: el templo a Juno. Reina de los dioses, diosa del matrimonio e imagen de la maternidad. Se sitúa en una colina, rodeada de toda la vegetación que respira su poder. Todo lo que he ansiado por tener, a ella le he rezado: mi primer matrimonio con Siqueo, la bendición a mi ciudad Cartago, mi recién matrimonio con Eneas y la posibilidad… la vieja posibilidad de ser madre al fin.
Remuevo las hojas muertas que reposan en la base de la escultura, lo mínimo que puedo hacer por no traer alguna ofrenda. Empiezo a caminar a su alrededor, tirando una y otra vez las puntas de mi cabello recién peinado por él. La miro, miro sus ojos despigmentados y siento que me desapego de ella. No veo la misma imagen que alguna vez tuvo de modestia y protección. Ahora, sólo puedo ver el egoísmo y el magnífico privilegio que una diosa debe tener naturalmente por simplemente ser diosa. Ella tiene sus propios problemas, pero no iguales a los míos. No ha sufrido lo que sufren las mujeres, de carne y hueso, puesto que lo único que tiene de humana es su “percepción” en las artes. Una imagen perfecta: sin bagaje debajo de sus ojos por aliviar, cicatrices de batalla que recorrer con sus dedos, heridas al corazón que nunca tendrá que derrocar. No puedo, sin importar el miedo que me causa este rechazo, rezarle a una figura que no puede comprender la insanidad que consume mi voz y me atrae a la muerte. En especial cuando encuentro la espada que él me ha regalado posada en la banca de mármol, con vista a Juno y la costa. Un arma que deseo enterrar en mi torso para desvincular a cortadas el corazón que ha caído en tan horrible trampa. Ni el propio Cupido pudo haberme presentado más ingenua al amor.
Me pongo en cuclillas y alzo mis brazos, el peso de su poder caer sobre mí en la inminente sombra que me protege del arduo sol. En vez de focalizar mi visión en su rostro, mantengo la cabeza fijada al suelo. Un terreno habitual y normal, pero en la vida de una grandiosa hechicera lo fue todo… el ascenso de su poder y la caída de su libertad. Su nombre invoco en mis alabanzas y pedidos:
Circe… Circe…Circe...
La oscuridad y las tronadas se hacen dueñas del cielo, creando un ventarrón con un silbo rugiente que mueve todo lo liviano. Accidentalmente varios fragmentos de tierra caen en mis ojos. Al cerrarlos y combatir la incomodidad de volverlos a abrir, soy parte de un nuevo mundo. El aire es liviano, el sol resplandeciente. Dentro de la arboleda coronada con arbustos y frutos, existe una casa humilde hecha de barro y piedra. Me acerco, observando el tallado de vides bordeando el marco. Trazo con mi dedo cada curva hasta que me espanta un respirar frío en la parte trasera de mi cuello, levantando la curiosidad en mi piel.
—Dido —declara, mostrando su belleza y aura dorada majestuosamente.
—¡Circe! —exclamó, inclinando en respeto. Me observa fijamente, sus ojos brillantes como el resplandor de una moneda. Su mirada es muy persistente; me enfoco solo en sus sandalias de cuero al no atreverme a mirarla directamente.
—Odiseo y Eneas…dos estrellas radiantes en la gran constelación que opaca las mujeres como nosotras. Donde nos pintan como sus débiles antítesis, pero en realidad somos sus agujeros negros. Somos enérgicas e inevitables. Con suficiente maldad para opacar sus logros.
—Con todo respeto, usted tiene poderes, yo… yo no puedo hacer nada para cambiar el daño que me ha dejado ese hombre a mi persona, a mi pueblo, a mi vida.
—Jugaron con tu vida, toda se reescribió para mantener a Eneas vivo —dice, mirándome directamente —. Te arrebataron tu futuro como una de las grandes reinas de África, todo por un simple hombre, por un simple juego entre dioses. Tu profecía ahora es morir bajo tus propias manos.
— No…
—Nadie te respalda, yo sí. Yo sé cómo se siente ser eliminada y, mientras nunca intervengo con asuntos mortales, reconozco tu papel en la profecía mayor de la vida.
—Aprecio su inquietud, pero creo que va muy rápido, ¿a qué se refiere con intervenir?
—Cambiaré tu vida por ti. Harás lo que nunca pude hacer — exclama, pasando sus manos divinas por mis mejillas.
—Espere —pero fue muy tarde para evitar mi próximo parpadeo.
Me encontraba nuevamente frente a Juno, su pálido cuerpo ahora oscurecido. El sol había vuelto a salir, pero algo resplandeciente se iluminaba cerca de mis manos. Las mismas manos que, al observarlas, sostienen la espada de Eneas y la presionan contra mi estómago. La perforación no me lastima, pero aun así la dejo caer al suelo con un gran ruido. ¿De verdad hablé con Circe? ¿Cómo estuve ahí? ¿Cómo estoy aquí?
—¡Mi reina! —llora en agonía una de mis sirvientas detrás mío, cerca de la entrada del templo.
Me giro y lo único que instintivamente hago es gritar su nombre y mi demencia en llantos. Me arrastro por el suelo hasta el volcán de sangre que yace en el estómago del cadáver. Es un cuerpo y un rostro que se quedará tan permanente en mi memoria como la estrella en la noche.
Mi Eneas… muerto.
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