Miguel Pérez Mirabal
Departamento de Estudios Hispánicos
Facultad de Humanidades, UPR RP
Recibido: 20/09/2024; Revisado: 14/11/2024; Aceptado: 10/12/202
Tiene setenta y dos años. Su pulgar desliza la pantalla desenfrenadamente. Se veía abandonarse, su existencia únicamente ratificada por el calor abrasador de su apartamento que le dilata los poros. El febril celular comienza a quemarle la mano. A pesar de que recorre las mohosas riendas de su perfil y de que su rostro se repite en una variedad de poses nauseabundamente limitadas, no se encuentra. Pausa de vez en cuando, creyendo encontrar algo en un comentario, un like, un paisaje, pero todo se estira neuróticamente a una muerte próxima. Hombres, conciertos mediocres, la mano en los bolsillos, gafas pasadas de moda, un sato negro, un trabajo de escritorio, ropa de moda, cafés baratos, hombres feos, hombres promedio, hombres insípidos. En aquellos sinfines de todo, no encontraba nada. La sorpresa de no haber sido nadie le cruzó la sien como una bala perdida.
Intentó secar la pantalla. Había algo en aquella aplicación que le supo al aroma de su saliva: la lista interminable de fotos y texto, los videos que se reproducían sin permiso, la enagua de cookies, la dopamina, los dos toques, el corazón. Las imágenes comenzaron a rodar hacia el horizonte del celular como copas vacías que derramaban sus espíritus fuera de los pixeles. ¿Cuántas veces había abierto aquel desagüe digital? No lo sabía, mas sus dedos, sudorosos y empapados por las lágrimas, remaban por sus aguas pútridas con la danza nostálgica de un plomero retirado. De pronto, lo atropelló el ardiente río de aceite amargo de su perfil. Aquel ejército de copias suyas se le imponía, intruso, en filas de tres y columnas de cienes dispuestas a asaltarlo a la menor provocación. “¿Cuántos años tengo para haber sufrido tantas fotos?”, se preguntó.
Al fin, la pantalla tomó color. No entendía por qué, pero un grupo de lágrimas juguetonas comenzaron a correr, suicidas, hacia su mentón. La primera pareja, agarradas de la mano, saltó al vacío de la pantalla. En su lento descenso fueron evaporándose en el aire árido, dejando tras de sí un trazo que interpretó al instante. Las lágrimas, las que se balanceaban en sus párpados con su cortina de humo y las que se estrellaban en los pixeles con su alfombra opaca, intentaban diluir los colores y ahogar los caracteres, las imágenes y las palabras que se iban develando.
Un fantasma en el vapor de la habitación escondía un secreto ronco.
El celular se rehusaba a despertarse por la costumbre de la inacción. La luz del cargador era lo único encendido en su sala, completamente cerrada bajo el sol vago del atardecer. Ambos se observaban, silentes y desafiantes. Algo en aquellas seis pulgadas de pantalla cubierta por fósiles de huellas dactilares lo amenazaba. Su lentitud se le antojaba un juego, una travesura macabra para asfixiarlo. Se soltó el cuello del polo, el botón del pantalón, los zapatos. Escuchaba los bocinazos furiosos de una hilera interminable de trabajadores automatizados que eran escupidos por las únicas tres fábricas del pueblo. El humo de la farmacéutica, la más grande, se colaba por los resquicios que dejaban las tormenteras que clavó en las ventanas de su casa hacía veinte huracanes y que nunca sacó. La atmósfera, cada vez más líquida, comenzaba a hervirse mientras esperaba, sin parpadear, un pulso iluminado en aquel entramado de sombras venosas.
Espantado, había huido del pueblo. Recorrió impávidamente la acera intransitable de la 31 tratando de recordar algo en aquella pasarela de cemento que se hundía con cada pisada. Desdobló el papel, repasó la dirección y se detuvo frente a una casa que intuyó suya, no porque coincidía con la nota del doctor (en Juncos no se leen direcciones), sino porque tímida, entre una ferretería y un Taco Bell, era la única construcción abandonada en la prestigiosa avenue. Entró como quien se irrumpe en el fuego de un mal agüero mientras le perseguían las palabras del doctor: “¡Es un restart!”
“¿Qué tienen las amapolas que no pierden el color cuando les escupe la lluvia?” Algo así de bizarro se preguntaba mientras vagaba por el pueblo tratando de dilatar la llegada a su hogar. Aquellos pensamientos, fugaces y curiosos por la novedad, se disparaban como petardos e implosionaban en la atmósfera cálida, húmeda y pegajosa. Observaba todo, ávidamente, sorbiendo el ruido de aquel mundo por los ojos. Las piezas que componían aquel mosaico de las fiestas patronales de Juncos permanecían unidas sin compenetrarse, como el aceite esquiando sobre el agua. Un flamboyán inmenso vivía en una macabra jaula de dos pies de cemento; sobre las líneas eléctricas de treinta y cinco mil voltios descansaba un par de reinitas; la luna intentaba robarle miradas al sol; los refrescos sin calorías; la grama que se erguía entre las grietas de la brea candente; las sonrisas falsas de los desconocidos; las botellas que contenían océanos diminutos y bastardos; los sancochos tibios. No entendía a aquel mundo, que más que mundo, sangraba dicotomía.
“Dr. Osvaldo era un imbécil”, había tratado de repetirse tanto como pudo. Era joven, regordete y con una sonrisa que ignoraba el costo de sus citas. Por los cachetes se asomaban parches de una barba inmadura que dibujaban patrones hipnotizantes al mover su cabeza espasmódicamente por un tic nervioso que le hacía estremecerse. Sin embargo, más que el lunar mohoso que tenía en el entrecejo, lo que más odiaba de aquel inútil era su esperanza. Cantaba en redobles apresurados las sentencias fúnebres de sus pacientes con el tono de quien vende la guagua del año. Aquel imbécil lo soltó como una presa indefensa. Afuera, el aire húmedo le lamía la piel. De sus poros se desprendían ondas del frío del hospital que le provocaron escalofríos a la fila interminable de billeteros que se anclaban frente al CDT de Juncos. El olor se le antojó abrumador. Por las cunetas, bajando de la plaza del pueblo, corrían fantasmas de cerveza vieja, gallinaza amarga y mangos podridos. Escuchó a lo lejos el bajo de un reguetonero novato y le enfureció saber que el doctor no había mentido: ese día eran las patronales.
“Señor Martínez, no tengo palabras para describir lo que ha sucedido aquí. ¡Su caso no tiene precedentes! A sus setenta y dos años es científicamente imposible [aquí se le escapó un chillido de emoción junto a un fino hilo de saliva] que sus neuronas hayan recuperado su pasada actividad después de diez años de detrimento. ¡Imagínese! Es como si comprara un carro usado y lo paseara todos los días, sin parar, y tomando todos los hoyos que encuentre en la carretera. Así, duro, ya sabe usted, que uno, cuando los coge como es, siente que le tiemblan hasta los huesos. Y después de años así se levanta un día y el carro está nuevecito. ¿Entiende? Los exámenes dicen que tiene el cerebro de un adolescente [Dr. Osvaldo empezó a soltar gemidos ahogados que silenciaba con una falsa tos]. ¡Ja! ¡Es un restart! ¡Sin memoria y sin problemas, como un bebé! Le digo, jamás se había visto algo de esta índole. Sé que no recuerda nada, por eso, tome esto. Regrese a esta dirección, es su casa, sí, sí, tiene una casa, en la 31. En unos días le llamaremos del hospital para darle una dieta y terapias. Si no le molesta, firme esto aquí. No tiene que leerlo, es para unas investigaciones que podemos contemplar, ya sabe, en el futuro. Esto nunca se había visto. No, no se preocupe, no va a pasar nada. ¿Qué? ¿Que qué debe hacer? Pues si quiere, puede pasar por las patronales del pueblo, son hasta el domingo. Quizás les traiga recuerdos. ¡Pero puede hacer lo que le dé la gana! ¡Entienda, Sr. Martínez! ¡Es alguien nuevo! (una lágrima comenzó a caerle por la mejilla). ¡Puede hacer lo que quiera! No lo sé, empiece revisando su celular, póngase al día. Pues claro que tiene un celular, lo que pasa es que no se lo dejamos usar en la clínica. ¡Ja! Tome, tome. Probablemente, no tiene batería. ¡Diez años! ¡Imagínese! Empiece por ahí, reconéctese; ahí está todo, sí, sí. Es más, señor Martínez, es posible que se encuentre a usted mismo. ¡Ja!”
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