Gabriela Del Mar Rivera Marín
Literatura Comparada
Facultad de Humanidades
Si le preguntan a Florencia del Pilar en qué momento en específico su vida se fue al carajo, puede que responda que fue desde su nacimiento. Se encontraba en los brazos de una enfermera cuando abrió los ojos por primera vez en aquel quirófano estéril. Sus retinas, apenas acostumbradas a la luz, se posaron sobre el rostro confundido del hombre al que llamaría padre, mientras este discutía con el doctor que la había traído al mundo. El hombre se quejaba, a viva voz, de que el buen Dr. Soler no lo dejaba brindar a la salud de su nueva y única hija con la botella de 91% alcohol isopropílico que había en la sala de parto. Un sudor frío bajó por la pequeña frentecita de la bebé, todavía un poco púrpura y pegajosa por la hazaña de nacer, al escuchar la voz barítona de su progenitor suplicar por solo un sorbo del claro líquido.
– ¡Dame un chispito, puñeta, que acabo de parir! – decía él.
La bebé desvió su mirada a la figura materna que llamó su hogar durante nueve cálidos meses, buscando en ella la esperanza de un mejor modelo a seguir. Se encontró con otra enfermera de uniforme azul que forcejeaba con una mujer casi delirante. La mujer, recostada sobre la cama, pretendía esconder, como traficante novata, cinco frascos de morfina pura por el mismo camino que Florencia recién había utilizado para mudarse del útero. Esta mujer, a la que la bebé reconocería como madre, aseguró que necesitaría de todos los analgésicos posibles para mantenerse despierta los próximos dieciocho años de su vida. De ahí en adelante, con apenas unos pocos minutos de vida, Florencia supo que sería su responsabilidad hacerse cargo de sus padres y aguantar cualquier pesar que proviniese de esa misión divina.
Cayeron las décadas en el rostro de Florencia como una balacera de gotas de agua en el lienzo de una pintura; demoledoras, indistinguibles y amargas, capaces de transformar la belleza de juventud en resignación de la vejez. Ella cumplió con el propósito principal de su existencia: ser el sacrificio para la felicidad de sus padres y dedicarse, casi por completo, a la salud de ellos. Su progenitor murió cuando ella tenía diecinueve años, después de heredar de la abuela un negocio de lavadoras. Esa misión empresarial de apropiarse de lavadoras ajenas, arreglarlas y venderlas al mejor postor, le dio a él el empuje que le hacía falta para ganar la batalla contra el alcoholismo. Florencia, aunque era buena hija, no fue motivo suficiente para que él dejase atrás el acogedor abrazo de la botella que lo mantenía sediento y necesitado. Sólo el trabajo tuvo ese efecto en él. Estuvo sobrio tres años enteros, antes de que amaneciese pálido una mañana, con el pecho oprimido de dolor y los ojos, paranoicos, buscando culpables en la blancura del techo.
Ella permaneció a su lado cada minuto de su agonía, sujetando contra su rostro las manos que le construyeron una infancia. Con cada exhalación, las manos se ponían más tiesas, la frente sudorosa se enfriaba y los colores del mundo de Florencia se derretían en una marejada gris que no tenía sentido de ser. Él moría desconsolado y, otra vez, sediento. Ella quería saciar la infelicidad de la garganta de su padre y darle una mísera migaja de paz a un hombre que moría sólo, porque no hay nada más individual que la muerte. Sus plegarias no fueron suficientes. Ella no fue suficiente. Esa impotencia formó la espina dorsal de la relación que tendría con su madre.
A diferencia del difunto padre, su mamá no pudo deshacerse de la influencia de los narcóticos y el alcohol hasta que no le quedó más remedio. Es decir, hasta que su cuerpo quedó tendido, inmóvil en una cama y sus pies no soportaban más el peso de su adicción. Florencia tenía grabada en su memoria la imagen de aquella madre hermosa, pero sometida a un amo invisible, que le pedía más de lo que ella tenía para dar. En aquel entonces, su madre se pasaba las mañanas con la nariz metida en los frascos de perfumes, como si fuesen máquinas de oxígeno. Cuando hacía esto, se quedaba paralizada por horas, mirando fijamente las paredes de su cuarto, aspirando el olor penetrante del veneno elegido sin percatarse del exceso de saliva que desbordaba por sus labios. A Florencia le tocaba limpiarle el mentón lleno de baba y asegurarse de que llenase su estómago con algo de comida.
Por las tardes, la madre despertaba de su ensimismamiento y salía a buscar a un amigo suyo que antes, también, solía ser amigo del padre de Florencia. La conexión amistosa terminó cuando él decidió, de buenas a primeras, buscar ayuda para su vicio y no ser más el cliente de sus supuestas amistades. Esta nueva revelación corroyó la relación marital de sus padres. Florencia todavía recuerda lo amedrentada que se sentía al escuchar las discusiones que casi siempre ocurrían en la sala. Golpes. ¡Cabrón! Confesiones. ¡Puta! Gritos. ¡Pendejo! Insultos ¡Mama bicho! Objetos cayendo al piso. El ladrido de los perros. Las sirenas de una patrulla de la Policía. Una adolescente, casi adulta, escondida en el espacio de su habitación, pidiéndole al cielo que su madre se olvidase de ella y que su padre se calmase un poco.
Hace treinta y tres años de esas noches de discordia. Florencia tiene ahora cincuenta y dos años. El tiempo no ha pasado en vano. Su madre ya no baila en las barras de los bares, ya no bebe, ya no fuma, ya no vive pegada a los perfumes, porque ya no vive en lo absoluto. Ahora es un vegetal, postrado en una cama ortopédica, con los ojos llorosos, la mirada desenfocada, las manos arrugadas, el cuerpo esquelético y un profundo aroma a mierda pegado a la piel. Florencia se ha encargado de ella, como lo ha hecho siempre y como prometió hacerlo cuando abrió los ojos por primera vez en el quirófano de aquel hospital.
Lleva dos años en una rutina de martirio extremo. Una tarde de abril, su madre fue víctima de un ataque cardiaco que, en combinación con un pequeño derrame cerebral, la dejó casi muerta en un supermercado. “Casi” es la palabra operativa de la ecuación. Su cuerpo pudo sobrevivir al fallo de su corazón, pero es debatible si su mente tuvo el mismo éxito. Desde entonces, Florencia tiene que levantarse a las cuatro de la mañana todos los días para dejar las comidas de su madre preparadas y atender las necesidades de la convaleciente hasta que aparezca la enfermera. Si la enfermera no se presenta o llega tarde, como es de costumbre, Florencia se ve en la obligación de faltar al trabajo.
En varias ocasiones, cuando, por algún milagro, logra llegar temprano al edificio en donde trabaja y su jefe no sabe que se encuentra allí, busca encerrarse por cinco minutos en el armario de mantenimiento para llorar sin que nadie le exija compostura alguna. Lágrimas de cal y de arena bajan por sus mejillas, su pecho convulsiona, su estómago se tuerce y llevándose las manos al rostro, se esconde. Es otra vez aquella niña amedrentada, perseguida por las voces de sus padres. Cinco minutos es el tiempo de desahogo que se permite. Cinco minutos para soportar el día y resistir la tentación, cada vez más fuerte, de tirarse por la ventana del octavo piso.
En esos momentos, cuando su madre es vigilada por otros ojos y su jefe no sabe de su llegada, Florencia escapa de las cadenas sofocantes de una vida ofrecida al servicio desde el nacimiento. Es muy difícil cuidar a alguien que se muere. Es insoportable ver, en cámara lenta, cómo se muda el espíritu de una persona enferma. El sacrificio, la culpa y la carga emocional atan su conciencia al suelo de un barco que se hunde. Nuevamente, Florencia, es insuficiente. Ella es incapaz de devolverle la salud al afectado, de hacer caminar al inválido, de parar, con sólo su fuerza de voluntad, el resultado adverso del final. Se siente inútil, débil, cobarde. No puede más. Sabe lo que debe hacer, pero teme y se arrepiente de lo que eso significa.
Pasan los días y algo ha cambiado. Florencia decidió mudarse a un apartamento más pequeño; no podía pagar el alquiler de su casa. Las cuentas médicas que se vio forzada a coleccionar, como de pequeña coleccionaba moretones púrpuras y amarillos, se lo impedían. Era hora de comenzar de nuevo. Esta semana de martirio no aparenta ser igual que las demás.
Lunes
Todo pareció seguir como de costumbre. Florencia logró que su madre comiese el alimento que le recomendó el doctor, lo que es una proeza en sí misma. Preparó el agua en un balde de metal para lavar el cuerpo con un trapo. Ella deseaba moverlo lo menos posible por lo delicado que era. La primera vez que se le ocurrió la gran idea de cargar a su progenitora y llevarla al baño para limpiarla, casi se le lastima la espalda y la convaleciente pegó unos alaridos de espanto que causó que los vecinos llamaran a la Policía. Quería impedir que eso pasara de nuevo para evitarse el mal rato. Florencia siempre se ha sentido incómoda cerca de los agentes de la ley y añoraba tener una semana más o menos tranquila. Su desconfianza proviene seguramente de todas las veces que tuvo que ir a recoger a su madre a la estación de policía, porque el bajón de la droga la dejaba inconsciente y tirada en la calle. Tiene en sus recuerdos las miradas penetrantes de los guardias, que solían recorrer las piernas desnudas de su madre con la lujuria de bestias descontroladas.
La bañó, le dio sus pastillas y esperó a que llegara la enfermera. Mientras esperaba miró a la mujer que le dio a luz y tragó fuerte para romper el nudo que se formó en su garganta. Su madre miraba al techo con sus ojos negros desenfocados, como si no tuviera vida alguna dentro de ellos. La piel, aunque oscura, estaba más pálida que la nieve y aparentaba tener la misma temperatura. La mueca de su boca, paralizada por el ataque cardiaco, susurraba una palabra incomprensible, pero con un mensaje claro. Basta. Florencia apartó la vista. Le dolía la cabeza y no soportaba el olor. Esa tarde decidió mudar todas las cosas de su cuarto al apartamento y las colocó exactamente como las tenía en el cuarto de la casa. Ya nadie dormiría en ese cuarto. Comenzó a descansar en una silla al lado de la cama de su madre.
Martes
Como era de esperarse la enfermera no llegó. Florencia tuvo que ingeniársela para vestir a su madre sola. Cada vez que la yema de sus dedos tocaba la piel, Flor se imaginaba que ella sufría. De seguro, aún el roce del viento le hacía daño. Cuando trató de cambiarle la bata de dormir por otra menos apestosa, se percató de que el cuerpo de su madre, una vez codiciado, era más hueso que carne. No había forma de acomodar la figura sin presionar algo delicado que pudiese romperse. Cambiarle el pañal, sin la ayuda de nadie, también era otra pesadilla. Complicado. Humillante. Fue horrible para ella enfrentarse de esa manera con el deterioro del cuerpo. Esa noche, decidió vaciar el área de la sala y los armarios para mover las cosas a su apartamento. Ya nadie se relajaría en el espacio frente al televisor, ni escondería sábanas manchadas de infidelidad detrás de los cachivaches guardados en el closet. El diseño de su nuevo hogar parecía una réplica exacta de la casa materna.
Miércoles
No hubo mejoría. Florencia trató de estirarle las extremidades para evitar la atrofia muscular. Desistió cuando creyó ver lágrimas bajar por el rostro de la mujer que le dio vida. Florencia se sintió inútil y culpable. ¿Por qué mantener a alguien con vida, aunque quiera morir, no es igual de criminal que matar a alguien que quiere vivir? Sacó todos los artículos del baño, incluyendo las medicinas y recetas. Con cara de concentración y aires decididos, miró cada uno de ellos para decidir con cuáles se quedaría en su mudanza. Las pastillas las guardó en el bolsillo de su pantalón. Ya nadie defecaría en ese inodoro.
Jueves
Tampoco hubo mejoría y la enfermera no se presentó. Florencia pasó casi toda la noche con la cabeza metida en una paila de madera, vomitando de asco, cansancio y derrota. La despidieron del trabajo. Guardó en cajas de cartón los artículos de la cocina y los mandó a su apartamento. Ya nadie comería en esa casa.
Viernes
Un sol de ensueño iluminaba el cuarto por la ventana.
Con la pesadez de alguien que despertaba de la realidad para caer en una ilusión, su madre abrió los ojos y reconoció la presencia de su hija por primera vez en mucho tiempo. Logró que el nombre de Florencia resbalara por sus labios paralizados y le preguntó, más con la mirada que con la boca, cómo se sentía. Fueron pocos los momentos que tuvieron juntas de felicidad, pero parecía que la energía de todos ellos se concentró esa noche en el semblante de su madre. Viva. Atenta. Sobria.
Florencia soltó una risa que la tomó de sorpresa.
Sábado
Terminó de sacar todas las cosas del cuarto de su madre, con la excepción de la cama ortopédica. El cuerpo de su madre se había cansado con toda la emoción del día anterior, así que Florencia lo dejó descansar un poco antes del viaje al que sería el nuevo hogar de ambas. Tuvo el presentimiento de que sucedería bastante pronto.
Domingo
A las cinco de la mañana se registró una llamada a las líneas de emergencia de la Policía. Los vecinos de Florencia no aguantaban más el hedor que salía de su residencia. Los agentes tuvieron que remover a la fuerza el cadáver de la madre de los brazos de Flor, que se reusaba a soltarla.
– ¡Nos vemos horita, Mami! – Decía ella con una sonrisa delirante en su rostro, mientras la escoltaban a una patrulla, – Llegó la mudanza. Tengan cuidado con ella, por favor, que es frágil y no quiero que se rompa. –
Los paramédicos que llegaron a la escena determinaron que el cuerpo sin vida de la envejeciente mostraba los símbolos de una semana de descomposición. Cuando se llevó el caso a los tribunales, la enfermera que solía trabajar para Florencia testificó que había sido despedida antes de la muerte de la víctima. – Creo que Flor no pudo sacrificarse más. – respondió – La soledad le jodió la cabeza. –
Lo último que Florencia le ofreció a sus padres fue su libertad.
Revista [IN]Genios, Vol. 4, Núm. 2 (abril, 2018).
ISSN#: 2374-2747
Universidad de Puerto Rico, Río Piedras
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